Sinfonía de un reencuentro

Sinfonía de un reencuentro

Amelia es técnico en Animación 3D y licenciada en Filosofía por la Universidad de Zaragoza. Actualmente compagina la escritura con su otra gran pasión, la ilustración, y junto con sus estudios para convertirse en profesora de filosofía. Le encanta la comida, los buenos personajes, hacerse preguntas y charlar con un café entre manos. Los géneros de sus escritos van desde la literatura juvenil a la ciencia ficción, pasando por la fantasía y la romántica. Sus temas comunes son la redención, la muerte, la salud mental y las segundas oportunidades.

Allegro

 

Había sido una mala idea.

 

Había tenido mis dudas, pero era ya una dolorosa evidencia: no debería haber

acudido. ¿En qué momento me había parecido una buena idea presentarme a una cita

que se había organizado hacía tanto tiempo, con una persona con la que ya no

hablaba? En su momento nos había parecido romántico, pero sólo era ridículo. Sí,

ridícula era justo como me sentía. Hacía diez años le había casi obligado a apuntar la

fecha en su Google Calendar y, de alguna manera, eso lo hacía todavía peor, pues

hacía imposible un olvido. Le habría llegado un aviso al móvil que tuvo que decidir

ignorar de forma deliberada, porque ya casi pasaban cinco minutos de la hora

acordada y nadie llega tarde a una cita programada hace diez años. O se llega puntual

o no se llega. Todo eso hacía de lo que podría haber sido un mero plantón algo mucho

más humillante.

 

Ni siquiera tenía claro por qué yo sí me había acordado de ir.

 

Sí lo sabía, en realidad. Pero no quería admitirlo.

 

Me había acordado porque, en el fondo, seguía siendo una romántica. La misma

romántica que aceptó aquella estúpida propuesta hacía diez años y que, mirada con

perspectiva, sólo debió de ser una de sus bromas. Sí, en parte seguía siendo aquella

chica recién entrada en la veintena, enamorada de un joven apuesto a quien admiraba

por encima de sus posibilidades y que, teniendo en cuenta cómo acabaron las cosas,

no le admiraba de vuelta.

 

Habíamos estado saliendo durante algunos meses, era la primera vez que sentía

que conectaba con alguien a tantos niveles y empezaba a pensar que algo podía

salirme bien por una vez en la vida. En nuestra primera cita quedamos en una

pequeña plaza cerca del casco antiguo de la ciudad. Era principios de verano, y el

parque que se encontraba en el centro de la plaza olía a césped y tierra húmeda, el

espacio dominado por un vibrante color verde. Como hacía buen tiempo, decidimos

coger algo de comida para llevar, sentarnos en un banco y pasar así la noche. Las

horas pasaron sin apenas darnos cuenta, entre conversaciones y risas,

conociéndonos, descubriéndonos el uno al otro. Meses después rememoramos

aquella primera cita, los nervios asfixiantes y la emoción. Ninguno queríamos perder lo

que teníamos, pero también fuimos realistas: éramos jóvenes, no sabíamos lo que

queríamos y la vida puede dar muchas vueltas. Así que pensamos que, en caso de

que nos distanciásemos, haríamos exactamente lo mismo que nos había unido

entonces: repetiríamos nuestra primera cita. Nos prometimos que, si la cosa salía mal

y nos dejábamos de hablar, quedaríamos exactamente 10 años después, en la misma

plaza, a la misma hora.

 

Así que ahí estaba yo. Había decidido no sentarme en el mismo banco en que

acabamos dándonos nuestro primer beso, aquella misma noche, sino en el de

enfrente. De esa manera, si él aparecía, yo lo vería llegar. Si, por algún motivo, había

decidido hacer lo mismo que yo y vigilar el entorno antes de decidirse entre acercarse

o marchase, no me vería ahí sentada como una idiota.

Porque me sentía como una idiota. Aunque de aquella parte a aquí hubiese

dejado de creer en el amor, las relaciones o en enamorarse, seguía siendo una

romántica. Lo que es aún peor: era una romántica con una conversación pendiente

con su ex. Varias conversaciones, incluso. Ni siquiera estaba segura de tener el

derecho a considerarlo mi expareja, porque nunca habíamos tenido esa conversación

en todos aquellos meses. Ni una vez. Sí, lo sé. Vaya red flag y todas esas cosas. Pero, yo qué sé, tenía veinte años, estaba enamorada y pensaba que merecía la pena el riesgo. Era... emocionante. La incertidumbre puede ser muy adictiva y la certeza, en

cambio, tiende a ser aplastante. Yo quería seguir nadando en esa incertidumbre antes

que enfrentarme al hecho de que aquello podía no tener ningún futuro. Así que pasó lo

que tenía que pasar.

 

—¿No habíamos quedado en el banco de enfrente?

 

Su voz me sobresaltó y me puse en pie de un salto, pronunciando su nombre

más alto de lo que parecía razonable. A pesar de que hacía años que no la oía la

reconocí de inmediato, como cuando escuchas una canción de tu infancia y descubres

que sigues recordando la letra. Yo todavía no había olvidado su letra.

 

—¡Marco!

 

—Evelyn —replicó el, con la misma sonrisa imperfecta que no había olvidado.

Sin embargo, que usase mi nombre completo en vez del diminutivo, como siempre

había hecho, me recordó que otras cosas sí habían cambiado.

 

Me lo quedé mirando con la boca abierta, todavía demasiado aturdida por la

sorpresa. Dudé antes de decirle lo que estaba pensando, aunque hacía años que

había decidido empezar a ser más sincera con aquellos que me rodeaban. La chica

con la que él estuvo saliendo no le habría dicho nada por temor a mostrarse vulnerable

con él, a espantarlo, pero la que tenía enfrente en ese momento sí lo hizo.

 

—No esperaba que vinieras —admití, con una sonrisa nerviosa.

 

—Y aun así has venido.

 

—Por si acaso.

 

—Yo sí esperaba que vinieras. —Me dedicó exactamente la misma sonrisa que

me habría derretido una década antes.

 

Estaba diferente y, al mismo tiempo, seguía siendo él. Cuando salíamos juntos

llevaba el pelo castaño largo hasta los hombros, y a mí siempre me habían gustado los

hombres con el pelo largo. Me parecía que les daba un aire rebelde. En ese momento,

en cambio, llevaba el pelo corto y se había dejado crecer un espeso bigote que a mí

no terminaba de convencerme. Estaba acostumbrada a verlo imberbe y a escuchar

sus lamentaciones porque no le salía tanta barba como a sus amigos. Por lo demás, y

a excepción de un par de arruguitas que habían comenzado a formarse en el contorno

de sus ojos oscuros, estaba igual.

 

No pude evitar hacer el mismo ejercicio conmigo como protagonista. ¿Cómo me

vería? Lo cierto es que había ganado algo de peso desde entonces. Bastante, en

realidad. Había dejado de teñirme el pelo y me había quitado los dos piercings que

llevaba en aquel entonces, uno en la nariz y otro en el labio inferior. También

acostumbraba a maquillarme menos que cuando tenía veinte años y vestía de forma

menos excéntrica y más aburrida.

—Ah, ¿sí? —lo provoqué, con una media sonrisa—. ¿Y cómo lo sabías?

 

Ladeó la cabeza y su sonrisa se ensanchó, mirándome directamente a los ojos.

 

—Porque te conozco —susurró.

 

Le sostuve la mirada hasta que los labios me temblaron y se me erizaron los

pelos de la nuca y me di cuenta de que, tal y como temía, había sido una mala idea.

 

Porque seguía enamorada de él.

 

 

Adagio

 

A pesar del aire acondicionado del restaurante, la camiseta de tirantes que me

había puesto, color amarillo mostaza, se me pegaba a la piel a causa del sudor. El

horario de verano hacía que todavía no hubiese anochecido, aunque el brillo del sol

comenzaba a tornarse naranja.

 

—¿Te acuerdas de qué pediste?

 

«Me acuerdo hasta de qué llevabas puesto», pensé, pero respondí:

 

—Fideos con setas.

 

Marco asintió, todavía con la carta en la mano y la mirada posada sobre ella.

 

—Es verdad. Me suena que no te gustaron mucho.

 

Y así fue. Los fideos estaban servidos en una exquisita salsa a base de soja y,

sin embargo, pese a que esa salsa podría haber ganado un premio, junto a ella había

unas setas secas y correosas. Cómo había aguantado aquel sitio abierto durante más

de diez años sin servir verduras frescas resultaba todo un misterio.

 

—¿Te importa si me salto esa parte de nuestro acuerdo? —pregunté—. ¿La de

repetir toda nuestra primera cita al dedillo?

 

Abrió los ojos de par en par y me miró, escandalizado.

 

—¡Pues claro que me importa! No podemos hacer excepciones, Evelyn. Son la

puerta para el caos. Empezamos con unos fideos con setas y, ¿qué podría ser lo

siguiente? ¿Cenar en otro banco? Ni hablar.

 

Aunque intentó mantenerse serio, una sonrisa fue creciendo en sus labios hasta

que ambos reímos a carcajadas.

 

—Es broma, pídete lo que quieras. Yo creo que voy a repetir el arroz con curry.

No me acuerdo de a qué sabía.

 

Dejó la carta plastificada sobre la mesa y la recogí nada más rozó la madera.

—Veo que sigues siendo igual de idiota —dije, consultando el menú—. Un arroz

con curry sabe a curry.

 

Él asintió con lentitud, las cejas muy juntas.

 

—¿En serio? En ese caso no me interesa, yo sólo quiero el arroz con curry si

sabe a chorizo.

 

—Veo que tu sentido del humor sigue igual de roto.

Él se encogió de hombros.

 

—¿Qué puedo decir? Hay cosas que nunca cambian.

 

Hice una lista mental de las cosas que sí habían cambiado desde la última vez

que nos habíamos visto. Empecé por lo más evidente.

 

«Llevas el pelo corto».

 

«Ahora tienes bigote».

 

«Las arrugas de la felicidad son ligeramente visibles incluso cuando no sonríes».

 

«Estás ligeramente más alto», porque cuando salíamos juntos podía mirarle a

los ojos sin dificultad y aquel día tuve que estirar el cuello para mirarlo, pues el

horizonte de mi visión quedaba justo en sus labios.

 

«Tienes la voz más grave», o yo no la recordaba bien.

 

«Hueles diferente», porque ya no usaba la misma colonia.

 

«Ya no me quieres», porque nunca llegó a despedirse y me dejó a través de un

mensaje de mierda.

 

Marco aprovechó mi despiste para abalanzarse sobre la mesa e intentar

quitarme la carta de las manos, pero yo fui más rápida.

 

—¡Eh! —exclamé, estirando la mano que sujetaba el plástico para alejarla lo

máximo posible de sus garras—. Te has vuelto un rebelde con los años.

 

—Siempre lo fui, pero prefieres no recordarlo.

 

Cruzó los brazos sobre la mesa, apoyándose en ella con una sonrisa de

autosuficiencia por la que asomaban esos incisivos tan particulares, con un pequeño

hueco entre ellos que siempre me había causado una profunda ternura. La piel sobre

las mejillas formó dos hoyuelos redondos que contrastaban con los pómulos

angulosos y la mandíbula ancha y musculada.

 

Me esforcé por devolver mi atención sobre la carta antes de empezar a

sonrojarme.

 

—Creo que te voy a copiar —sentencié—. El arroz con curry sabor chorizo

suena bien.

 

Marco estalló en una carcajada sonora y sincera que me recorrió como un

latigazo. Hizo que recordara aquel día de invierno, cuando todavía salíamos juntos, en

que me confesó que no le gustaba nada su risa pero que la mía, en cambio, sonaba

melodiosa. No recordaba cómo era su risa cuando éramos más jóvenes, pero la de

ese momento me gustó y no pude evitar preguntarme por los cambios que habría

sufrido, no solo su risa sino todo él. Todavía tenía las manos grandes y anchas y esos

dedos largos y finos que no combinaban en absoluto. Imaginé que seguiría teniendo

las yemas suaves frente a los callos en las mías, provocados por las cuerdas de la

viola, pero tendría que tocarlas para salir de dudas.

 

Me recorrió un estremecimiento de excitación ante la idea de volver a conocerlo.

La primera vez no había ido bien, pero esa vez podía ser diferente. Ambos habíamos

cambiado, aún no sabía cuánto ni cómo, pero no estábamos condenados a cometer

los errores del pasado. Era emocionante y aterrador al mismo tiempo, como subir a un

avión por primera vez. El corazón me latía desbocado ante la posibilidad de un final

feliz pero los labios me temblaban ante la posibilidad de un rechazo. ¿Y si yo no le

gustaba? ¿Y si, aunque hubiera cambiado, seguía sin conseguir su atención? ¿Sin ser

suficiente?

 

Un camarero se acercó a nuestra mesa, interrumpiendo mis pensamientos, y lo

agradecí en silencio. No podía permitirme pensar así. Al fin y al cabo, llevaba

felizmente emparejada los últimos cuatro años y no tenía intención de tirarlo todo por

la borda. Sin embargo, no podía sacudirme de encima la sensación de que estaba a

un paso en falso de hacer exactamente eso. Marco tenía un efecto casi magnético en

mí que hacía que me sintiera del todo impotente para hacer cualquier cosa que no

fuera lanzarme a sus brazos, perderme en sus ojos, bañarme en su risa. Estaba

segura de que, si me hubiera pedido que saltase de un puente con él o que

cogiésemos un avión y desapareciésemos para siempre, juntos, yo lo habría hecho

con una sonrisa. Me aterraba esa parte de mí. Me daba tanto miedo que debería haber

salido corriendo sin mirar atrás, llamado a Aroa y disculpado por pensar cosas tan

horribles; debería haberle dicho que el amor de mi vida era ella y no Marco.

 

Pero yo no me sentía así, no teniéndolo justo delante. Marco me hacía sentir tan

vulnerable que me pareció que volvía a ser la chica veinteañera a la que rompió el

corazón y que habría dado todas las cosas del mundo por que la quisiera.

 

Casi media hora más tarde salíamos del restaurante con una lata de cerveza en

una mano y una caja de cartón caliente llena de arroz en la otra.

 

—Empieza a hacer demasiado calor para este tipo de planes —reí.

 

—No hacía tanto calor la primera vez, creo recordar. —Revisó el banco antes de

sentarse. Alzó las cejas al hablar—. El calentamiento global.

 

Me senté junto a él de costado, subiendo las piernas al banco y pasando el codo

izquierdo por detrás del respaldo, de forma que quedé frente a él.

 

—He visto que sigues divulgando al respecto —dije, mientras abría el cartón y

sacaba el pequeño tenedor de madera que había en el interior. Quemaba.

 

Marco se inclinó sobre mí con una sonrisa socarrona.

 

—Así que sigues cotilleando mis redes sociales, ¿eh?

 

Me encogí de hombros, tratando de restarle importancia, y bajé la mirada a los

granos de arroz para que no viera que me había puesto roja como un semáforo.

 

—Son temas muy interesantes —dije, y en voz más baja añadí—: Y siempre me

ha gustado cómo escribes.

 

—Gracias. —Dio una ganchada al arroz antes de volver a dirigirse a mí—.

¿Leíste el último que publiqué?

 

—Sí, creo. ¿El de Palestina? —Él asintió—. Muy bueno, la verdad.

 

Dedicamos unos instantes a comer en silencio. El sol se había puesto y

empezaban a escucharse algunos insectos. El arroz estaba seco, pero sabroso.

 

—¿Así que eso es lo que te reconcome estos días? —le pregunté, tratando de

reorientar la conversación.

 

Marco terminó de masticar y tragó antes de responder. La nuez de su garganta

subió y bajó al hacerlo y yo me quedé embobada con el movimiento.

 

—Sí, podríamos decir. Entre otras muchas cosas.

 

Esperé a que dijera algo más, pero no lo hizo, así que me acomodé en el banco

e insistí.

 

—¿Como por ejemplo?

 

Agachó la mirada, clavándola en algún punto del suelo.

 

—Hasta hace unos meses estaba saliendo con una chica —confesó.

 

La respuesta me pilló por sorpresa y algo se agitó en mi interior. El corazón me

latía con la fuerza de la expectación y de algo más.

 

No quería resultar insensible, pero la curiosidad me carcomía por dentro.

 

—¿Qué pasó?

 

Cogió aire y levantó la vista, perdiéndola en algún lugar a lo lejos. Una pareja

paseaba un perro pequeño, que trotaba tras ellos intentando seguirles el ritmo. Marco

cerró en silencio el cartón del arroz que acababa de terminar, guardando el tenedorcito

de madera en el interior.

 

—¿Te apetece que demos una vuelta?

 

Asentí y, en un gesto puramente inconsciente que no supe de dónde vino, le

ofrecí la mano. «Sólo para ayudarle a levantarse», pensé. «Es un gesto puramente

cortés». Qué fácil puede resultar engañarse a uno mismo.

 

Marco me rodeó la mano con cariño y sus dedos cálidos y algo sudorosos se

entrelazaron con los míos. La temperatura había bajado ligeramente y el calor había

dejado de ser tan abrumador. Aun así, al andar notaba los muslos pegajosos. Tiramos

los cartones para llevar en una papelera cercana y nos alejamos del parque.

 

—No estoy seguro de qué pasó —murmuró, casi para sí, volviendo a la

conversación que habíamos dejado a medias. Todavía me sujetaba la mano—. Pienso

mucho en ello, pero... no lo sé. Cada día llego a una conclusión distinta. Hoy siento

que nos aburrimos el uno del otro. Llevábamos años con una misma rutina, pero en

cuestión de meses yo encontré trabajo de profesor en un instituto, ella empezó a

trabajar en un proyecto de investigación que le consumía mucho tiempo, y no

podíamos compartir nada de eso. A mí siempre me ha gustado hablar de todo, ya lo

sabes. —Sus labios se estiraron hasta formar una sonrisa triste—. Todavía estoy por

encontrar un tema que no me interese en absoluto. A mí me encantaba que me

hablase de su trabajo, los avances que habían hecho, las pruebas que habían salido

mal. No siempre entendía lo que me decía, al final las ciencias no son mi especialidad,

pero quería hacerlo. En cambio, ella nunca me hacía demasiado caso cuando yo

hablaba de lo mío, de filosofía, política o humanidades en general. No le interesaban.

Y no es que eso sea malo, pero yo... También quería compartir eso con ella, ¿sabes?

Quería compartirlo todo. Quería hablarle sobre las dudas que me habían surgido con

los nuevos proyectos de ley educativa, quería que me diese su opinión sobre las

consecuencias que tendrían. Quería haber podido hablar con ella de eso también.

 

—¿Cómo acabó alguien como tú con alguien que no quiere hablar de política?

 

Una risa genuina brotó de su interior.

 

—Supongo que al principio no me importaba. Estaba fascinado escuchándola

hablar a ella, conociéndola. Eso era más que suficiente. Y hablábamos mucho: de ella,

de mí, de su pasado y sus ambiciones. Después, nos instalamos en la rutina y a

menudo estábamos demasiado ocupados como para pasar nuestro tiempo con

divagaciones. Pero cuando empecé como profesor, quería compartir eso con ella. Para mí era nuevo y emocionante, para ella no tanto. Y empezamos a distanciarnos.

—Negó con la cabeza y soltó algo a medio camino entre un suspiro y una risita

irónica—. Me dejó ella, ¿sabes? Imagino que mi frustración se hizo tan evidente que

también le afectó.

 

Guardé silencio, esperando por si quería añadir algo más. Lo hizo.

 

—Por ejemplo, contigo —tanteó, con cuidado—, cuando salíamos juntos sí

hablábamos de todo. Unas veces hablábamos de ciencia, a nuestro nivel puesto que

ninguno somos científicos, otras de filosofía o política, pero también de cine, literatura,

música o de otras cosas banales. En ese sentido creo que éramos más parecidos. Tú

también tienes esa pasión por aprender sobre el mundo, sobre todas las cosas.

 

Me dolió que se refiriese a la música como algo banal, pero no se lo dije y por

supuesto no lo sabría nunca, porque decírselo me habría hecho sentir avergonzada

por ser tan sensible, como si el dolor fuese algo que tuviese que ocultar. Estaba

convencida de que una parte de él también lo pensaba, y por eso no le dije nada, y

porque nosotros no hablábamos de todo. Nunca había sido así. Había muchas cosas

sobre las que no habíamos hablado nunca. Cosas importantes, quizá las más

importantes, aunque puede que para él no lo fuesen. Puede que por eso lo nuestro no

funcionase.

 

—La cosa es —continúa—, que siempre he querido a alguien con quien hablar

de todo. Y cuando me parece haberlo encontrado, pero resulta que me he equivocado

es… difícil de asumir.

 

Si aquello había sido una indirecta sobre lo que nos había pasado a nosotros, la

ignoré.

 

—¿Quién no quiere a alguien con quien poder hablar de todo? —repliqué—. Ella

también querría compartirlo todo contigo. Sólo que su todo no era tu todo. En ese todo

del que ella quería hablar contigo, igual no estaba la política, simplemente porque no

formaba parte de su mundo, aunque para ti fuera una parte indispensable.

 

«¿Alguna vez pensaste en decirle lo importante que era para ti, Marco?», pensé.

«¿O hablar de esas cosas no forma parte de tu todo?».

 

—No sé si te sigo —dijo, con el ceño fruncido por la confusión.

 

Suspiré.

 

—Yo también he estado saliendo con alguien. Estoy saliendo con alguien —me

corregí. Al hacerlo aparté la mirada. Si mis palabras provocaban algún cambio en su

expresión, no quería verlo. No quería alimentar la tentación—. Y hablamos de todo,

pero a la vez no parece que hablemos de nada.

 

Él entrecerró los ojos, como leyendo algo entre mis palabras.

 

—¿Hablas de Aroa?

 

Asentí con una risita.

 

—Sí, sí. De esa Aroa. Dios, a veces se me olvida que nos conocimos a través de

ella.

 

«Y ahora somos pareja y tú y yo dos desconocidos».

 

—Las vueltas que da la vida, ¿eh? —Me dedicó una media sonrisa.

 

—El caso es que, aunque hablamos mucho —continué—, no tengo la sensación

de que toquemos ninguno de los temas importantes. Cuando intento sacar alguno de

esos temas, rápidamente pasa a otra cosa sin darse ni cuenta o concluye con algún

chascarrillo. No lo hace a mala fe, o porque no quiera hablar de ello, es que para ella

no hay nada de lo que hablar ahí. No hay conversación posible. Estoy convencida de

que para ella somos una pareja que habla de todo.

 

Me quedé en silencio.

 

—O quizá no —añadí, pensativa—. Quizá ella esté pensando lo mismo sobre mí

y se pregunté por qué nunca hablamos de... fútbol.

 

Marco rio ante la idea porque, por supuesto, para él el fútbol tampoco era parte

del todo.

 

—¿Y no te resulta frustrante?

 

—A veces sí —confieso—. Pero he aprendido a aceptarlo. La gente no está

hecha a nuestra medida. Tiene sus propios gustos e intereses. No tiene sentido

lamentar que no sean exactamente como nos gustaría que fuese nuestra pareja ideal,

porque la pareja ideal no existe. No somos tan exigentes con nuestros amigos, por

ejemplo. Tengo amigos con los que hablo de todo lo que no puedo hablar con Aroa y

con los que, sin embargo, no podría tener conversaciones ni remotamente parecidas a

las que tengo con ella. Y no pasa nada, está bien.

 

—¿No te gustaría poder compartir con ella eso también?

 

—Sí —admití—. Pero no puedo compartirlo todo con todo el mundo. La vida es

así —dije, y mis labios me traicionaron y dibujaron una sonrisa triste por su cuenta—.

Es normal, y hay que aceptarlo.

 

—Eso lo sé —sentenció—. No todo, pero sí lo importante.

 

—Ya, pero lo que es importante para ti no lo es para todo el mundo.

 

Asintió en silencio, despacio, meditando una respuesta.

 

—Algunas cosas deberían serlo. Hay cosas que deberían ser importantes para

todo el mundo.

 

Me reí por lo bajo. No había cambiado nada. Marco seguía viviendo en un

mundo de ideales, en los debería en lugar de en lo que es. Igual de insaciable. Cuánto

esfuerzo había puesto en tratar de satisfacer esa ansia, en el pasado. Un esfuerzo que

había resultado inútil.

 

—Ya, pues no lo son —repliqué, algo enfadada de pronto—. No puedes tenerlo

todo.

 

Continuó andando con la mirada al frente y el mismo ceño fruncido de cuando

salíamos juntos, hacía ya tantos años, ese mismo gesto que ponía cuando daba

vueltas a algo que no terminaba de comprender y que lo irritaba un poco.

 

—Lo único que puedes hacer —añadí, temiendo haber sonado demasiado

cortante—, es elegir estar cerca de las personas que consideran importante lo mismo

que tú.

 

Giró la cabeza y me dedicó una sonrisa burlona del mismo tipo que me habría

hecho lanzarme a sus brazos cuando tenía 20 años.

 

—¿Y si para mí todo es importante?

 

No supe hasta qué punto hablaba en serio y hasta qué punto bromeaba.

 

—Pues buena suerte —dije.

 

Él rio tan alto que me sobresaltó. Su sonrisa se volvió ancha y volvieron a

asomar esos incisivos que tanto me gustaban. Algo en mi estómago se revolvió con

inquietud y anhelo. No era el arroz.

 

—En fin, basta de hablar de mí —dijo, todavía sonriendo—. ¿Qué hay de ti?

¿Sigues tocando el violín?

 

Una sonrisa insegura se dibujó en mi rostro, algo avergonzada de repente. La

música era algo tan personal para mí que, en ocasiones, se me olvidaba que el resto

del mundo conocía la relación que tenía con ella.

 

—Me he pasado a la viola, en realidad —dije—. El mercado está menos

saturado. De hecho, mañana mismo tengo una audición.

 

Marco paró en seco y me miró con los ojos abiertos.

 

—¡Pero si te encantaba el violín!

 

Me detuve para mirarlo y arrugué el ceño.

 

—Las cosas cambian —dije, de mala manera, y eché a andar.

 

No sabía por qué estaba tan irritada. Había algo en aquella conversación, en él,

que estaba sacando lo peor de mí.

 

Me alejé de él apenas dos pasos antes de darme cuenta de que mi mano había

soltado la suya.

 

—¿En serio? —me preguntó, avanzando a zancada limpia hasta ponerse frente

a mí y cortarme el paso—. ¿Son las cosas las que cambian? ¿O has sido tú?

 

Los labios me temblaron. Tenía su cara tan cerca de la mía que me hizo recordar

las veces que nos habíamos besado y la forma en que me miraba justo antes de

hacerlo, a esa misma distancia, y por un momento me pareció que, en realidad, nada

había cambiado demasiado.

 

—¿Por qué te importa tanto? —susurré, apenas un lamento—. No te ha

importado todos estos años.

 

Agachó la mirada y la vergüenza afloró en sus mejillas.

 

—Aroa me contó lo que… te pasó.

 

Me llevé la mano a la muñeca de forma instintiva, no supe si queriendo ocultarla

o protegerla. La cicatriz seguía ahí, por supuesto. Seguiría estando toda mi vida, igual

que sucedía con la que tenía por dentro. Hay cosas que nunca terminan de sanar.

 

No dije nada. No sabía qué decir.

 

Fue él quien tomó la palabra.

 

—No tienes por qué conformarte, Eve. —Dio un paso al frente. Estaba tan cerca

que podía verle los poros de la nariz—. ¿Qué ha sido de la Ópera de Berlín? Sigo

esperando ir a verte tocar allí.

 

La Ópera de Berlín no había sido más que el sueño de una niña ingenua que

creía que podía comerse el mundo a base de deseos, esfuerzo y buenas intenciones.

Levanté las manos en señal de rendición. Los ojos me brillaban por las lágrimas

contenidas.

 

—¿Acaso no sabes cómo funciona el mundo? —exclamé, abatida—. Porque yo

sí. Quizá antes no, pero ahora sí. Quizá antes tuviera sueños absurdos e

inalcanzables, como tú, pero ya he entendido que no puedo cumplirlos. No todo el

mundo triunfa, Marco. La mayor parte de la gente nunca lo hace. ¿Qué hay de ti?

¿Has cambiado ya el mundo con tus divagaciones en Instagram y tus entradas de

blog? No has llegado a ser miembro de las Naciones Unidas, sólo un profesor de

filosofía de instituto. ¿Por qué no te rindes?

 

Sin darme cuenta, había alzado tanto la voz que la gente que paseaba alrededor

se volvió para mirarnos.

 

Esperé a que me gritase de vuelta, pero se limitó a apretar los labios y, cuando

habló, lo hizo en voz baja, tranquilo.

—No entiendo adónde quieres llegar. ¿Crees que no merece la pena intentarlo

sólo porque no has llegado a ser la más famosa violinista de todos los tiempos a los

treinta? —Sonrió, pero yo no lo hice—. Creo que ese es un problema de expectativas,

Eve. Si mi objetivo fuese cambiar el mundo a lo grande, parar la guerra y acabar con el

hambre, sería normal que me frustrase y lo abandonase por no conseguirlo nunca,

pero se trata de ir poco a poco.

 

—¿Y qué has cambiado hasta ahora?

 

—Si alguna vez has ayudado a alguna persona —dijo, en un tono de voz suave y

melodioso—, ya has mejorado el mundo. O si, por ejemplo, has conseguido que una

persona se haga una pregunta que no se había hecho antes, o si consigues que se

interese por un tema importante, o que decida leer un libro que le ayude a aprender, o

quizá que empiece a tocar un instrumento. Hay muchas maneras. Pequeñas, sí, pero

importantes a su manera.

 

Levanté una ceja con incredulidad, pero Marco consiguió sacarme una sonrisa

indecisa.

 

—Si quieres verlo así —continúa—, puede que yo no tenga el poder para

cambiar el mundo a gran escala, pero quizá alguien a quien conozco sí, o alguien que

ellos conozcan, y sembrar la idea adecuada aquí y allá... eso sí puede cambiar el

mundo. Que yo divulgue puede que haga que las personas que van a tomar las

decisiones importantes el día de mañana lo hagan con una información que, quizá, de

no haber sido por mí, no tendrían. Y yo creo que, sólo por eso, vale la pena intentarlo.

Le dediqué una sonrisa de medio lado.

 

—Sigues siendo un idealista.

 

—Prefiero humanista.

 

—Viene a ser lo mismo.

 

—Un optimista, entonces.

 

—Y lo que es peor —añadí—: un romántico.

 

—Y, a propósito, ¿qué tiene de malo ser un romántico? —Inclinó la cabeza hacia

mí y me dedicó una mirada pícara.

 

Tuve que admitir que algo de razón tenía. Nunca se sabe cómo o a quién van a

afectar las ideas que se comparten. Bien podrían ayudar a que, el día de mañana,

alguien tomase una decisión mejor.

 

—Está bien, pero no sé cómo nada de eso va a llevarme a la Ópera de Berlín.

 

Elevó la mirada con un suspiro, buscando las palabras.

 

—Piensa en la Ópera de Berlín como un sueño llevado a gran escala. El sueño

ha de ser menor, alcanzable, como disfrutar de la música y hacer que otros la disfruten

contigo. Lo demás, llega después.

 

—Eso suena bastante parecido a conformarse —repliqué.

 

—¿Qué hay de conformismo en disfrutar de las cosas pequeñas del día a día sin

dejar de, a la vez, aspirar a más?

 

No era una respuesta del todo satisfactoria y yo seguía teniendo mis reservas,

pero no le discutí más. Era libre de autoengañarse como deseara. Igual que todos.

 

Me ofreció su mano y yo la cogí sin siquiera pensarlo.

 

—Volvamos —dijo.

 

Recorrimos la misma distancia de vuelta al banco que lo inició todo, esa vez en

silencio. Su agarre era tan seguro y firme como lo recordaba, dándome la sensación

de que podría seguir aferrada a su mano aun si el mundo se viniera abajo. Muchas

cosas habían cambiado en nosotros y el mundo, pero no esa.

 

Cuando nos sentamos, él lo hizo algo apartado de mí. Nuestras rodillas estaban

a punto de tocarse, pero sólo a punto.

 

—Oye —musitó—, no sé si debería preguntarte esto, pero siento que debo

hacerlo y no me quedaré tranquilo si no lo hago, así que... Lo que me contó Aroa. Lo

que hiciste. ¿Tuve algo que ver?

 

En algún momento había subido la pierna al banco, en la misma posición en que

yo misma estaba, y había quedado frente a mí. Guardé silencio, mi mirada clavada en

la suya. Tenía las pestañas tupidas y un par de arrugas de expresión asomaban donde

antes no había nada, pero su mirada era la misma que antaño. Dura e inocente,

sincera y distante al mismo tiempo.

 

—Sé que cuando lo dejamos estuviste mal un tiempo —continuó—, y yo no

quise...

 

—Estaba ahí mucho antes de conocerte a ti —le corté. Él me miró con esos ojos

suyos, oscuros y profundos, decidiendo si creerme o no—. Pero es cierto que,

después de lo que pasó, tuve una especie de... recaída, por decirlo de algún modo.

«¿Después de lo que pasó?», me corregí mentalmente. «Después de lo que

hiciste».

 

—¿El qué estaba ahí?

 

Nunca había sabido cómo describirla. Lo había intentado muchas veces, con mi

familia, con mis amigos, con Aroa y con los médicos, pero nada le hacía justicia. Todas las palabras eran insuficientes para aquella inmensidad.

 

—La depresión —confesé—. Esa… oscuridad. Tengo la sensación de que

siempre ha estado ahí, abriendo una brecha insalvable entre mí y el resto del mundo.

Detuvo los ojos en mi rostro y cuando le devolví la mirada esperaba encontrarme

con la misma pena con la que me habían mirado tantas otras veces, como pensando

«mírala, pobrecilla». Esperaba encontrarme de frente con la compasión y la lástima.

Sin embargo, me topé con la curiosidad. Me miró como estudiándome, como si fuese

un ejemplar de una especie desconocida y estuviese tratando de descifrarme, de

discernir en qué grupo encajaba. Me miró como si pudiese leer en mis ojos ese dolor,

como si pudiese ver lo que pasó. Quizá pudiera.

 

—No lo sabía —dijo, en voz baja, como si temiera romperme.

 

No le creí, pero quería hacerlo. Dentro de mí, en el fondo, quería creer que su

ausencia aquellos meses se había debido a la ignorancia y no a que le diera igual que

hubiese intentado quitarme la vida.

 

Nunca le hablé de ello mientras salíamos; no porque no quisiera, sino porque no

habría sabido hacerlo. No habría encontrado las palabras. Era posible que ni siquiera

me lo hubiera admitido a mí misma todavía, en aquel entonces. No lo entendía y daba

demasiado miedo. Seguía dándolo, pero no tanto, porque al menos lo entendía y eso,

de algún modo, me daba un poco de control.

 

—Y temes que eso pueda distanciarte de Aroa —adivinó, volviendo al origen de

todo—. Temes que, si habláis de ello, no pueda entenderlo. Así que te conformas con

no hablarlo.

 

Inspiré con dificultad y me pareció que las mismísimas costillas me temblaron.

¿Por qué estaba hablando de aquello con Marco antes que con Aroa, que había

estado ahí desde que sucedió? Primero como amiga y, luego, como algo más. No nos

habían hecho falta las palabras para crear el vínculo que nos unía, había bastado con

que fuera… ella.

 

¿Era una ilusión la conexión que volvía a sentir con él, o era real, trascendiendo

el tiempo para llegar hasta el momento en el que estábamos, eterna e imperturbable?

 

—Quizá —confesé, con un hilo de voz.

 

Marco no lo dijo, pero me pareció que la respuesta ideal habría sido «al menos

deberías darle la oportunidad e intentarlo».

 

En su lugar, repitió:

 

—No deberías conformarte.

 

No tuve claro a qué se refería, si a las conversaciones que tenía con mi novia o a

Aroa en sí misma.

 

Sus ojos se clavaron fijos en mí con una expresión ligeramente distinta, con las

cejas inclinadas y la boca entreabierta. Deseo. Supe lo que iba a hacer y, pese a todo,

no lo detuve. Quizá precisamente porque sabía lo que quería hacer y tenía ganas de

ver hasta dónde llegaba.

 

Y, aunque no quería admitirlo, también tenía ganas de ver hasta dónde llegaba

yo.

 

Cuando me besó sus labios se sintieron cálidos contra los míos. El beso, apenas

una caricia. Abrió la boca con suavidad y el beso se volvió húmedo y ansioso, sus

dedos acariciando mi rostro con cuidado.

 

Recordaba que besaba bien. Hacía años, cada vez que lo hacía era como el

instante previo a la caída en una montaña rusa. Después, era suave, complaciente y

abrasador. Como pasar demasiado tiempo junto al fuego, me dejaba sintiéndome algo

aturdida, pero agradecida.

 

Inclinó la cabeza hacia atrás, apartándome e interrumpiendo antes de que

llegase a más, todavía con los ojos cerrados. En algún momento había rodeado sus

manos con las mías, y su tacto era cálido y agradable e invitaba a quedarse, pero tuve

un regusto amargo atascado en el fondo de mi garganta, presionando.

Todo aquello era una farsa.

 

 

Scherzo

 

—¿No vas a disculparte? —le pregunté, estudiando su rostro sin apartarme.

 

Retrocedió con precaución, visiblemente confuso.

 

—Pensaba que querías...

 

—No me refiero al beso —aclaré. Esperé a que dijera algo, esperé a que

comprendiera, pero como todas las veces que esperé algo de él en el pasado, sólo

obtuve silencio—. Me refiero a nosotros. A lo que hiciste.

 

La calidez fue sustituida por la frialdad de la ausencia cuando retiró sus manos

de las mías. Mis propias manos me traicionaron al anhelar su contacto.

 

La confusión en el rostro de Marco fue pronto reemplazada por incredulidad. No

creía que tuviera nada por lo que disculparse y, aunque no esperaba que lo hiciera, me dolió.

 

—¿A qué viene eso ahora? —preguntó en el tono de voz más alto que había

empleado en toda la noche—. ¿Sigues resentida? ¿Por algo que pasó hace diez

años?

 

El corazón me latía con fuerza en el pecho y un malestar ancestral brotaba en mi

interior, agitándose.

 

—¿Por qué me has besado? —Ante su silencio, insistí—. ¿Por qué me has

besado?

 

—¡No lo sé! —exclamó—. Quería hacerlo. ¿Necesitas más motivos?

 

—¿Y por qué has esperado a que te contase eso? —La acusación estaba tan

clara que no creí que necesitase formular en voz alta la pregunta que realmente me

taladraba el cerebro, pero lo hice de todos modos—. ¿Querías comprobar si seguía

enfadada contigo, si seguía culpándote? ¿Para no seguir sintiéndote culpable?

 

Se quedó mirándome impertérrito y, durante un instante que se me hizo eterno,

no tuve ni idea de si va a agachar la cabeza y a reconocerlo, a darse media vuelta e

irse, a enfadarse y gritarme o incluso a escupirme. Sin embargo, lo que hizo fue reírse

y pasarse una mano por la cara, sin creerse la situación.

 

—Así que diez años después sigues enfadada conmigo porque te dejé.

 

—Nunca me enfadé porque me dejaras —estallé, poniéndome en pie y alzando

un dedo acusador hacia él.

 

—Desde luego que sí. —Abandonó el banco y se puso a mi altura,

enfrentándome—. Te enfadaste porque te dejé y me fui con otra.

 

El dedo se me quedó congelado en el aire y empezó a temblarme mientras

procesaba sus palabras. Finalmente, lo dejé caer, todavía aturdida

.

—Está bien saber que fue por eso —susurré.

 

—¿Qué quieres decir?

 

—Que está bien que admitas que fue por otra mujer.

 

—Oh, ¿así que tú también admites que te enfadaste por eso?

 

Me reí con sorna.

 

—Me acabo de enterar, así que difícilmente podría haberme enfadado por eso.

 

—Pero lo suponías, ¿verdad? Es lo mismo que saberlo.

 

Puse los brazos en jarra y lo encaré.

 

—¿Por qué has venido hoy? —le increpé.

 

No respondió. En su lugar, contraatacó con otra pregunta.

 

—¿Por qué sigues creyendo que debería disculparme? Después de tantos años

pensé que habrías entendido mi posición. Joder, ¡pensé que incluso podría haberte

pasado a ti! Podrías haber estado quedando con alguien y haberte enamorado de otra

persona. Es una putada, y duele, ¡pero esas cosas pasan! No fue culpa mía, y desde

luego no tienes motivos para seguir enfadada conmigo.

 

¿Realmente creía todo lo que estaba diciendo?

 

Me pasé una mano por el pelo, confusa y algo desesperada.

 

—Dios mío, ¡realmente no entiendes nada!

 

Dejé caer las manos a ambos lados y retrocedí un par de pasos, estudiándolo

como si lo viera por primera vez.

 

Inspiré con fuerza, tratando de calmarme.

 

—No me enfadé porque me dejaras —expliqué—, ni porque te enamoraras de

otra. ¡Me enfadé porque literalmente desapareciste! Ni siquiera me diste una

explicación.

 

—No te la debía —escupió—. No te debía nada, no éramos pareja.

 

Sacudí la cabeza, confundida.

 

—¿Y eso qué coño importa? Las relaciones no empiezan a tener consecuencias

cuando se formalizan.

 

Alzó los brazos a ambos lados, las palmas hacia arriba.

 

—Bien, pero yo no tenía ni idea de que iba a importarte tanto. Pensaba que para

ti sólo era un pasatiempo más, como para mí.

Solté una risita irónica y rodeé el parque con un gesto de la mano.

 

—¿Haces esto con todos tus pasatiempos? ¿Organizar una quedada para

reencontraros diez años después?

 

—La organizamos porque te empeñaste.

 

Sus palabras colgaron unos instantes en el aire como el humo y se

desvanecieron justo después. En el silencio que las siguió sólo podía escucharse la

sangre que goteaba el suelo, fresca, supurando de una antigua herida recién reabierta.

 

—Me daba igual —confesé. Una lágrima me recorrió el pómulo y no me molesté

en ocultarla—. Me daba igual si teníamos una relación más o menos formal, estaba

dispuesta a ambas porque me importaba más estar contigo que cómo llamásemos a

nuestra relación.

 

—Sabes que eso no te deja en mejor lugar, ¿no? Que estuvieses dispuesta a

tener una relación informal sólo significa que querías tener una relación formal pero

que te conformabas con menos con tal de no perderme.

 

—Lo siento por no haber querido perderte, supongo.

 

Inspiró con fuerza.

 

—Dices no querer perderme por no decir que lo que pasaba era que no querías

quedarte sola.

 

Tuve, de pronto, la incómoda sensación de que hablábamos de algo más; no

sólo de lo que nos había pasado a nosotros, sino de mí. De algo que me atravesaba a

un nivel esencial, que constituía mi mismo ser y que era indiferenciable de mí. ¿Había

sido ese siempre mi problema? ¿Que temía quedarme sola?

 

¿Y qué decía eso de mí? ¿Qué decía de mi relación con Aroa?

 

—Ese es tu problema, Evelyn. —No me pasó inadvertido que volvía a emplear

mi nombre completo—. Que te conformas con cualquier cosa con tal de no estar sola.

¿Y yo qué sabía? Igual también estabas conformándote conmigo, eligiéndome

solamente porque era el único que te hacía caso. Tú nunca me dijiste cuantísimo

significaba para ti.

 

Me esforcé por ignorar el tono de burla, la intención humillante que calaba su

comentario. Como si quisiera decir: «te hice daño porque no entendías nuestra

relación, te hice daño porque no supiste poner distancia, te hice daño porque sigues

siendo lo suficientemente infantil como para enamorarte».

 

Pero ya no lo era. No había vuelto a enamorarme de nadie, ¿no? Ni siquiera de

Aroa. Si el amor era lo que había vivido con él, no lo había experimentado con nadie

más: el anhelo y el vacío insondable que dejó al marcharse, la necesidad, la brecha

que ya había estado ahí desde el principio pero que nunca había sido tan profunda.

 

—Estuvimos casi un año quedando todas las semanas —a cada palabra que

decía, me acercaba más a él—, acostándonos, yendo al cine, yendo a cenar,

paseando por todos los rincones de esta ciudad en conversaciones que se alargaban

toda la madrugada. No hacía falta decir nada más, lo que hacíamos hablaba por sí

solo. —Él guardó silencio, con expresión incrédula, así que continué—: tampoco tú me

dijiste que te importaba tan poco.

 

Se encogió de hombros y apretó los labios.

 

—Vale. Sí, genial. ¿Has terminado?

 

Levanté la barbilla. Me temblaban todos los músculos del cuerpo, pero tenía

clara la respuesta.

 

—Sí —dije, y supe que con esa respuesta eran varias las cosas que terminaban;

esa vez, para siempre.

 

Por algún motivo, pese al tiempo que había pasado y pese a que Marco ya no

formaba parte de mi vida desde hacía años, me dolió darme cuenta de que aquella era

la conversación más sincera que habíamos compartido. Sincera y dolorosa a partes

iguales.

 

Al fin y al cabo, él y yo nunca hablábamos de todo.

 

 

 

 

Allegro

 

Aguardo entre bastidores a que llegue mi turno. Me paseo de un lado a otro

entre resoplidos, tratando de destensar los músculos agarrotados por la ansiedad.

 

Ni siquiera he desenfundado la viola —que estuve tentada de cambiar por un

violín, aun si no era para lo que me había inscrito—, pero no es eso lo que me

preocupa ahora mismo.

 

Los dedos me tiemblan cuando busco mi móvil en la mochila. Busco la

conversación de Aroa y le escribo un mensaje.

 

«Aroa».

 

«Te quiero».

 

«Tengo muchísimas dudas sobre muchísimas cosas, pero esta no es una de

ellas».

 

«Te quiero».

 

«Te he querido desde que llegaste tarde el primer día de clase, mojada y

despeinada porque llovía y no habías traído paraguas».

 

«Siento que tardara tantos años en darme cuenta».

 

«Te quiero, y quiero hablar contigo de algo. Hace tiempo que debí hacerlo y,

ahora que me he decidido, temo que gane la cobardía, así que he preferido escribirte

ahora. Por si acaso».

 

«Voy a entrar a la audición en media hora. ¿Te apetece quedar luego y

hablamos?».

 

«PD: te quiero».

 

Casi cuarenta y cinco minutos después estoy sentada en el escenario, con la

viola en la mano y los focos calentándome la piel. Después del día de ayer, el cuerpo

me pide interpretar un Requiem, aun si no es eso lo que tengo preparado. Sin

embargo, en medio de los focos que me deslumbran entreveo una figura que se cuela

en el auditorio y sé que la pieza que tenía preparada es, en realidad, perfecta.

 

Aroa me saluda alegremente con la mano desde la primera fila y el corazón me

late con fuerza. Me pregunto qué hace aquí en vez de estar trabajando. Ha debido de

pedir el día libre sólo para venir a verme tocar y poder hablar después.

 

Sonrío, esperando que sepa que lo hago por ella, y me llevo la viola al hombro,

justo debajo de la barbilla. Cojo el arco con la mano derecha y lo apoyo con suavidad

sobre las cuerdas, preparándome. Coloco los dedos en posición para tocar las

primeras cuatro notas que dan inicio a la Quinta Sinfonía de Beethoven y acaricio las

cuerdas con el arco. En el momento en que las escucho vibrar y el suave sonido llena

el ambiente, me siento tranquila, feliz y en paz.

 

Ir poco a poco, disfrutar las cosas del día a día, celebrar los éxitos por pequeños

que sean. Disfrutar de la música y que otros la disfruten conmigo.

 

Los ojos de Aroa brillan por la emoción y yo no puedo evitar volver a sonreír.

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