Miriam nació en Valencia en 1993. Su periplo como escritora ha sido breve y casi anónimo, reservándose para ella mucho de lo que escribe, buscando a través de este acto solitario aligerar el peso de sus inquietudes y pensamientos. No sabe qué le deparará este incierto mundo que supone la literatura, pero sabe que nunca dejará de escribir, le lean o no
La recuerda viva mientras el sol de ese día nacía y su reflejo se imprimía en el agua. Mientras la recuerda, sentado en la mesa que hay en el centro de la única habitación de la casa, Clément se da cuenta de que su padre, sentado a su lado, le habla.
—¿Vienes? —le está preguntando con infinita paciencia.
Sabe que no, pero decide mostrarse dubitativo.
—Prefiero recordarla viva. —Y se siente mejor consigo mismo, menos culpable, porque lo que ha dicho es cierto. Su padre asiente y se marcha sin él al entierro, vestido con el único traje que tiene, limpio y bien planchado, pero remendado casi en cada pliegue.
Hace dos días que Marie murió y tres desde la última vez que la vio.
—Gracias por esto, Clément. Jamás lo olvidaré —le dijo cuando la barca llegó a la orilla. Se había quitado un guante de piel de cabritillo para apretar su mano y Clément, sorprendido ante este inesperado gesto, sintió cómo el trozo de piel que ella había rozado ardía como unos rescoldos reavivados; cómo la mano de ella estaba fría por la humedad de la mañana, fría como la de un muerto.
Paladeando este último recuerdo, que ahora le parece parte de un sueño, decide salir a la calle, pero no para acudir a su entierro, no, aquello resultaría demasiado definitivo, sino para ir al lugar donde confirmó que estaba perdidamente enamorado de Marie Dubois, la hija del célebre pintor obsesionado por captar la futilidad de la luz de un atardecer, pero que nunca se dignó a retratarla para salvaguardar en un lienzo un retazo de su alma. Así pues, se encamina hacia el puerto y pronto la parte de la ciudad compuesta por calles arboladas y portales numerados queda atrás.
Hubo un tiempo, en verdad no hace mucho, que Clément aspiraba a vivir del mar, pero ahora le parece demasiado grande, demasiado inexorable, y él es tan poca cosa… Piensa que prefiere quedarse en tierra, aunque esta no le ofrezca más que simples migajas.
Las fábricas del puerto empiezan a dibujarse en la distancia como una masa inconexa de acero y piedra que tras la niebla parecen tener su misma inconsistencia. Todo parece velado tras una pátina de irrealidad que le hace volver una y otra vez a ella.
Marie veía luz allí donde reinaba la ausencia y solo a ella podía fascinarle aquel lugar tan alejado del ideal de belleza, del propósito de magnificencia que sí podía
respirarse en una catedral gótica. El puerto era feo, útil, pero feo, tal vez por eso a Marie le gustaba Clément.
—Yo soy como esto —le dijo el último día que la vio con vida, sin saber que lo sería —. Soy como el humo negro que sale de las chimeneas de las fábricas, solo se me permite existir mientras alguien pueda sacar algo de mí.
Aunque Clément era consciente de su posición en la vida, todavía se resistía y era por eso, la no aceptación definitiva, lo que acababa arrastrándolo hacia lugares oscuros, hechos tan solo de niebla y humo. «Mata la esperanza, hijo, o acabarás muerto», le decía su abuelo que siempre lo llamaba hijo.
Marie, cuya existencia se reducía a ser adorada, tuvo la decencia de no mirarlo con pena tras escuchar sus palabras. Era demasiado cauta, demasiado buena, para alimentar el deseo de un hombre condenado a morir sin nada. En su lugar, le dio las gracias y tuvo la molestia, el gesto, de quitarse un guante para tocar con su mano blanquecina la de él, siempre cuarteada y enrojecida.
Allá, como aquel día, los barcos mercantes esperan permiso para poder entrar a puerto y él se sienta para hacer como que los está mirando.
Clément la recuerda, todavía viva, y llega a la conclusión de que se trataba de él o de ella, que la muerte en esta historia era inevitable y que el destino se había encargado de elegir, matando por él la única esperanza que atesoraba
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