Sandra León Montagut

Sandra León Montagut

Sandra ha sentido pasión por las letras desde pequeña cuando su madre la llevaba a la biblioteca municipal. Así fue como se enamoró de W.I.T.C.H. y Kika Superbruja. Ha estudiado Filología Hispánica y un máster en estudios literarios. Actualmente combina su trabajo como copywriter con la escritura de relatos. Ha participado en antologías como Renacer, Huellas, Los reinos secretos y Sueños de Hadas. Entre sus aficiones se encuentra el cine, los animales y viajar.

La ciudad de Kamakura todavía dormía en calma cuando una sombra emergió del cráter del volcán, provocando un leve temblor que no despertó a ningún ciudadano ni animal de los alrededores. La dama en llamas miró un instante al sol, que comenzaba a despuntar en el horizonte, y enterró los pies en la nieve. Sintió un estremecimiento de placer cuando el frío le lamió la planta y jugueteó con sus dedos desnudos.  Después se llevó la mano hasta el cabello y deshizo el recogido que mantenía cada mechón en su sitio, dejando que el viento helado de la montaña jugara con ellos a su antojo. Extendió los brazos  e inspiró una bocanada de aire puro y renovado. Le esperaba un largo camino por recorrer, pero decidió tomárselo con calma. Comenzó a bajar despacio y en silencio mientras su cuerpo se apagaba y dejaba una estela de cenizas tras de sí.

La imagen de un sueño infantil…

La señal de que algo estaba a punto de cambiar aquel día…

***

— ¡Okāsan, okāsan!

La voz de Kaori vibró por la pequeña casa mientras la niña salía de debajo de las mantas con un salto agitado. Se calzó las zapatillas de manera precipitada, casi cayendo durante el proceso, y salió de la habitación como un pequeño tornado de nerviosismo y emoción. El corazón le tronaba en los oídos mientras cruzaba el pasillo a pasos apresurados. Su escándalo despertó al viejo gato naranja que dormía en un rincón del salón, pero este se limitó a lanzar un gruñido molesto, girar sobre sí mismo e intentar volver a dormir. A él no le preocupaban las minucias del mundo humano.

Daiki, el hermano mayor de la familia Nakamura, ya se había marchado a trabajar, por lo que a esas horas solo estaba la madre de ambos en la cocina. Al escuchar los gritos de su hija, escondió una sonrisa en el té humeante que acababa de preparar. Pese a que la fuerza de la tierra y la brisa de Haru ya le habían avisado aquella madrugada, se haría la sorprendida para que la pequeña pudiera disfrutar de la noticia. De repente se dió cuenta de que el humo estaba trazando diminutas flores en el aire, un fiel reflejo de sus pensamientos, así que las desdibujó con la mano antes de que Kaori entrara en la cocina.

— ¡Okāsan hoy es el día! —exclamó con las mejillas sonrojadas mientras se impulsaba hacia delante con las manos sobre la mesa.

La señora Nakamura apoyó la taza y jugueteó con el humo entre los dedos para impedir que volviera a delatar el secreto que ya conocía.

— ¿El día de qué? ¿Qué ocurre, Kaori? —preguntó de manera distraída.

Tras una pausa dramática, muy breve porque la noticia le abrasaba la lengua, la niña reveló el sueño que había tenido esa noche.

— Sakuya-Hime va a venir hoy.

Lo dijo en un tono bajo, casi entre dientes, porque temía que los vecinos escucharan sus palabras.

Su madre abrió la boca, formato una perfecta O que iluminó las pupilas de Kaori.

—¿Cómo sabes eso?

Los dientes de la niña resplandecieron con una gran sonrisa.

—He tenido un sueño, okāsan, y la he visto bajar de la cima nevada. Su cabello era como un manto de fuego que se apagaba poco a poco mientras descendía por la montaña. Lleva un vestido blanco y rosa, tan fino y delicado como las alas de las mariposas.

La emoción de la niña atrajo la atención del gato anaranjado. Se levantó, estiró las patas para desperezarse y caminó hasta la cocina para escuchar el resto de la historia.

—¿Estás segura de que era ella? —comentó Nakamura con un escepticismo fingido, solo para aumentar la seguridad de la niña.

—¡Por supuesto que sí! ¡Es tal y cómo tú la describiste!

El cuerpo de Kaori vibraba de pura emoción. Su energía rebasaba la pequeña cocina y se escapaba hasta el jardín, donde las últimas nieves del invierno ya se habían derretido.

—Entonces tendremos que prepararnos para recibirla.

La niña asintió con la cabeza y corrió hacia la ventana para comprobar si podía vislumbrar a su invitada desde allí. Pegó tanto el rostro al cristal que sus mejillas se expandieron como si fuera un pez globo. En el horizonte se divisaba la silueta recortada del monte Fuji, con algunos jirones de nubes coronando su cima, pero ni rastro de Sakuya-Hime.

La niña se apartó de la ventana un tanto decepcionada, ¿cuánto tiempo tendría que esperar para verla?

—Será mejor que empieces a desayunar y te arregles. No querrás salir a recibirla con esos pelos.

Kaori estaba a punto de decirle a su madre que no tenía hambre, pues su estómago se encontraba cerrado a causa de los nervios, pero terminó sentándose frente al bol de arroz mientras fantaseaba con la imagen de Sakuya-Hime bajando por la montaña.

En aquel momento, la dama ya debía haber cruzado Aokigahara, el mar de árboles que se encontraba habitado por espíritus y fantasmas de tiempos pasados. Se la imaginó caminando entre las raíces milenarias, rodeada de un silencio sepulcral, mientras daba vida a las hojas con la palma de su mano. Tal vez durante el trayecto se había entretenido jugando con el fantasma de algún niño perdido y por eso tardaba tanto. O se encontraba consolando al espectro de un anciano que jamás había logrado volver a casa. Sakuya-Hime tenía un corazón tan grande que desearía consolar el dolor de todos los que se cruzaban en su camino y, por ese motivo, avanzaba tan despacio.

Entre cucharadas de arroz e invenciones, Kaori logró terminarse el desayuno. Después, acompañó a su madre a la habitación para elegir el atuendo más apropiado. Escogieron un kimono rosa de flores moradas, blancas y rojas, que Kaori había guardado con especial cuidado para una ocasión especial. El corazón le latía impaciente en el pecho mientras su madre le recogía el pelo en varias trenzas perfectas que unió en un elaborado recogido. Soportó los estirones sin protestar mientras se retorcía las manos sobre el regazo. ¿Sabrían los demás niños del pueblo que ella era la elegida de aquel año?

Al terminar, se levantó con cuidado y giró varias veces sobre sí misma frente al espejo para contemplarse desde todas las perspectivas. Solo le quedaban las sandalias y su vestuario estaría completo. Kaori escuchó un maullido lastimero y caminó hacia la puerta de la habitación.

—¿Tú vas a acompañarnos, Mieko? No creo que a Sayuka-Hime le moleste. Eres un gato muy bueno. —Acompañó sus palabras de varias caricias que el animal no tardó en agradecer, frotando la cabeza contra la palma de su mano.

Su madre había empezado a prepararse para el gran momento y Kaori no soportaba la idea de tener que esperar sola. Entró en la habitación sin hacer ruido y se sentó en la cama con mucho cuidado de no arrugarse el kimono ni estropearse las trenzas. Una sonrisa enmarcó el rostro de la señora Nakamura mientras se vestía con una elegancia envidiable.

—Mamá —dijo Kaori en voz baja, como si temiera romper la solemnidad del momento— ¿Y si no hago bien lo que me pida Sakuya-Hime?

A la alegría inicial de la niña, se unía un sentimiento de miedo e incertidumbre. De pronto, era consciente de la tarea que tenía entre manos y no sabía si estaría a la altura.

—Si te ha escogido a ti, Kaori-Chan, es porque sabe que vas a ser la mejor ayudante.

Las palabras de su madre consiguieron desenredar un poco el nudo que sentía en el estómago. Se dio cuenta de que había estado retorciéndose las manos y las colocó sobre la cama. ¿Qué le había dicho Aiko-Chan hacía pocos días? Ayudar a Sakuya-Hime el año anterior había sido la experiencia más bonita de su vida. También lo sería para ella y nada saldría mal.

Toc

Toc

Toc

Tres golpes sordos en la puerta de entrada interrumpieron el hilo de sus pensamientos. El primero simbolizaba el final. El segundo el descenso. Y el tercero el renacer. Aquella era la señal que Kaori había estado esperando durante toda la mañana.

Notó que la boca se le secaba a causa de los nervios mientras su madre le cogía la mano y caminaba con ella hacia la puerta. Kaori se calzó las sandalias mientras temblaba como una hoja.

—Tienes que abrir tú, recuerda ser amable.

La voz de la señora Nakamura sonaba muy lejana en los oídos de la niña mientras levantaba la mano hacia el picaporte. Oyó el clic sin ser consciente de que estaba abriendo.

Un destello de luz rosada la deslumbró antes de revelar el rostro de Sakuya-Hime, quien era incluso más hermosa de lo que Kaori había imaginado. El pelo negro le caía lacio hasta la mitad de la espalda y estaba adornado con un tocado de flores doradas. Su rostro reflejaba serenidad y tranquilidad, igual que una nana entonada entre susurros para dormir a los niños pequeños.

Kaori parpadeó, como si despertara de un sueño, y se inclinó rápidamente en señal de respeto.

—Gra-gracias por su visita —consiguió decir con la mirada fija en el suelo y el corazón tronando contra su pecho.

La dama tendió hacia delante su mano frágil, pero firme, y la niña levantó la cabeza. Del árbol que se encontraba junto a la puerta estaban comenzando a florecer pequeños brotes rosados que se abrían como un suspiro, llenando de color las ramas que habían permanecido dormidas. Bajo sus pies, la hierba del sendero recuperaba el verdor que había perdido tras el frío del invierno.

Kaori contuvo el aliento mientras la vida se entendía a su alrededor y dirigió la mirada hacia Sakuya-Hime, quien la observaba con ternura.

—¿Quieres probar tú? 

Su voz sonaba como el trino de los pájaros tras un día de lluvia.

—No sé si sabré hacerlo.

Sintió la mano firme de su madre en la espalda. Un simple toque que la animó a dar un paso hacia delante y seguir los pasos de la dama. Mieko también abandonó el umbral de la puerta y las siguió hasta otro de los árboles que descansaban en el pequeño jardín.

Sakuya-Hime tomó la mano de Kaori y la apoyó contra el tronco rugoso. 

—Cierra los ojos y busca el espíritu del árbol —murmuró con solemnidad —Encuentra su voz y la flor nacerá.

La niña tomó una bocanada de aire y se dispuso a hacer lo que le había pedido, aunque no tuviera ni idea de cómo conseguirlo. Cerró los ojos, se concentró y trató de escuchar a la naturaleza.

Nada.

Solo un silencio tan frío como el invierno.

Presionó más la palma y volvió a intentarlo. Una pequeña arruga se formó en su frente mientras se esforzaba. Estaba a punto de desistir cuando un leve murmullo agitó su corazón, una melodía parecida al susurro de las hojas agitadas por el viento. Escuchó el canto del árbol con atención y, al abrir los ojos, una pequeña flor de cerezo se desperezaba ante ella.

—Sabía que estarías preparada para acompañarme —musitó la dama con voz dulce.

Kaori sintió que la confianza crecía en su interior mientras cogía la cálida mano de Sakuya-Hime. Aunque todavía albergaba nervios, se sentía preparada para acompañar y ayudar en su tarea a la diosa de la belleza y los volcanes.

Las patitas silenciosas de Mieko las siguió por el sendero mientras algunos rostros curiosos se asomaban por las ventanas de los hogares y las puertas de los comercios.

La niña sabía que no podían ver a la diosa ni tampoco a ella, pero en sus pupilas se reflejaba la vida que se extendía a su alrededor en tonalidades rosadas, verdes y blancas. Detectó una pizca de celos en los ojos de Aiko-Chan, quien miraba la calle desde la tienda de sus padres, y no pudo evitar sonreír con orgullo.

Ahora ya podría contar que ese año le había tocado a ella dar la bienvenida a la primavera en Kamakura.

 

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