Isabel Díez Cabanes

Desde su regreso, la misma pregunta que propició su huida se le arremolinaba en la cabeza con más fuerza: "¿De verdad estoy rodeada de tales tarugos?". Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la idea, años, lustros e incluso décadas. Todo el mundo siempre alababa su prosa, sus ideas, sus misterios, su ingenio. Sin embargo, no la consideraban brillante, pensaban que solo era una mujer y que ese título no era lo suficientemente grande por sí mismo. No conocían el peligro que eso podía conllevar para ellos. 

Su marido siempre había sido el principal problema. Al principio, la había engañado con palabras bonitas y gestos de “príncipe encantador”, pero después de conocerlo mejor, de conocerlo en el sentido más estricto de la palabra, en su día a día, en casa, sin necesidad de impresionar a nadie, se había dado cuenta de que solo era una pieza más en su tablero. Pero, al final del día, era ella quien había perdido, a quien habían engañado. Tal vez por eso solo sentía pena por la amante de su marido. No era rabia, porque ella había estado en ese lugar. Y por eso usó su nombre, fue una advertencia, un susurro y un consejo. Quiso ofrecerle un lugar en su plan, igual que de pronto ocupaba un lugar en su vida.

 Desaparecer había sido fácil, casi le había hecho replantearse cambiar la trama de algunos de sus títulos. Había ido dejando migajas, casi por compasión, propia, claro. Muy en el fondo quería creer en la existencia de personas ahí fuera que la tomaban en serio y que entendían su juego, pero al final se había llevado una desilusión. Ella misma había tenido que revelar todo. Pero dejaría los detalles para quien quisiera interesarse, un misterio más allá de sus novelas. El misterio de su vida, el misterio de la desaparición de Agatha Christie.