Paula Santa Vicente Pérez tiene el nombre de su bisabuela, a la que nunca conoció pero que su madre quería mucho. Nació en Salamanca y se quedó los cuatro años reglamentarios de carrera para estudiar Filología Inglesa. Actualmente vive en Irlanda, donde se traba hablando, desarrolla una personalidad más lluviosa y bebe mucho té. Le gusta jugar al baloncesto y pasear por la naturaleza (dice tener una sensibilidad especial hacia los animales, pero tan solo los cree más humanos que ella misma). Escribe porque tiene una voz en la cabeza que narra todo lo que vive.
Las víctimas del Cristalero compartían los mismos ojos limpios y sin vida que los animalillos disecados de la encimera. Parecían petrificados en el inicio de una danza. A su lado y encima de la televisión, la cabeza de un alce parecía ser más observador que observado. La dueña de la casa y de aquellos trofeos se sienta en el centro del salón. Los almohadones del sofá, a cuadros y con pelusas, parecen brazos de gigante que acarician a su mascota: un pequeño conejo. Este animal, es decir, esta señora no está asustada. De hecho, lee el periódico con la tranquilidad de una imprenta antigua. Le cuesta leer. La lámpara de techo lleva años fundida, por lo que la señora debe robar segundos de luz al atardecer que ya cae por la ventana.
Las noticias sobre el Cristalero inundan las páginas del periódico. La anciana las lee interesada, no por los crímenes en sí, sino por saber las hazañas de su nieto. Su foto, la primera de la caza de un jabalí, sigue junto a los libres de fauna castellana. Incluso de pequeño, con esa ilusión eléctrica tras el disparo, sabía que iba a hacer grandes cosas.
Parece más joven de lo que es. Tiene los ojos de sapo, la boca pequeña y dos cascaditas de pelo a ambos lados de su cabeza. El pase de trabajo le cuelga del cuello de manera parecida a como lo hacían las incidencias del colegio. Los profesores le solían llamar la atención por su inquietud y su voz parlanchina. Su madre, quien siempre había tenido una firma muy sencilla, jamás se enteró de lo que a su hija le ocurría.
Viste una sudadera ancha, roja y negra. Parece habérsela robado a su hermano o novio. Pero no tiene ni hermanos ni novios. La sudadera es suya. Se lo pagó con su primer sueldo como ingeniera informática. Sueña con ser rica. Es su único objetivo, al menos el único que sus conocidos saben. “Quiere tener dinero para casarse con algún empresario”, suele escuchar. Sin embargo, lo único que quiere es abarcar más espacio.
La piel de Leonardo es de un blanco cristalino. Las venas moradas se enredan como algas en un estanque. Estas, abundantes en las cuencas oculares, convergen en sus ojos. Su mirada siempre ha sido profunda, pero la enfermedad parece haberle dado el vértigo del abismo. Sus manos se han estrechado. Quizá su condición o la añoranza de su tierra en ese lugar madrileño las ha convertido en ramas de cerezo. Suele mantener estirados sus dedos por el miedo de llegar a romperlos.
Un espacio en blanco y, en el centro, una cabaña. Podría haber sido una choza, una cueva o una mansión. Pero es una cabaña. En ella se alojan cuatro personas. Un militar, una monja, una novia y un padre de familia. Como el ente maderero, podrían haber sido cualquier otras. Sin embargo, son esas cuatro. Habitan en el presente, pero podrían haber vivido en cualquier tiempo. Solo una certeza sobrevive. Todos esperan a algo. Alguien les dijo, o creen que así fue, que eso que esperan es una noticia. Uno de ellos, ya no recuerdan quién, pensó que esa voz hablaría desde la radio. Y es que, es el único aparato del exterior. Un exterior que es de un horripilante blanco.
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