Madrid, m. s. XIV – 2.IV.1412
Para los que sueñan con viajes exóticos y destinos lejanos, hoy recordamos a un madrileño a quien quizá pueda atribuirse la aparición de la letra “ñ” en la lengua turkmena.
Enviado por el rey castellano Enrique III para encontrase con el Gran Tamerlán con la intención de crear una alianza para guerrear contra los turcos otomanos, Clavijo fue el español que hasta entonces más lejos había llegado, y casi con toda probabilidad el primer “Embajador” de Europa en Asia.
Su relato es el único testimonio europeo del lujo de esa Corte y base de la leyenda de Samarkanda. Las maravilladas descripciones de una jirafa —vista por primera vez— y de una batalla de elefantes —“marfiles”— son extraordinarias joyas de la narrativa medieval española.
Poco se sabe de Clavijo antes de su embajada a la Corte del Gran Tamerlán en Samarkanda, enviado por Enrique III. Nació en Madrid y su apellido era ya muy antiguo en esta villa, aunque, al parecer, de origen toledano. Antes de ser camarero del jovencísimo Enrique III, ya lo fue de su padre Juan I, como lo fue también más tarde de su hijo Juan II.
El antecedente inmediato del viaje de Clavijo se sitúa en la derrota de Nicópolis (1396) por los europeos ante Bayaceto, sultán de los turcos otomanos. Ante esta catástrofe, el emperador de Constantinopla realizó un viaje por Occidente tratando de levantar armas, dinero y hombres como última defensa, ya que la ciudad estaba totalmente rodeada por el Turco. Por otra parte, en Occidente se empezaba a oír hablar del Gran Tamerlán, quien desde Asia Central venía consiguiendo varias victorias, desde Delhi hasta Damasco, y que por aquel entonces se había concentrado en hostigar a Bayaceto en Anatolia oriental. Enrique III, quien ya se había destacado enviando embajadas al sultán de Babilonia en El Cairo y a otros reyes musulmanes del norte de África —Fez, Túnez, etc.—, envió a Payo Gómez de Sotomayor y a Hernán Sánchez de Palazuelos como embajadores ante Tamerlán, si bien lo más probable es que, por prudencia, fueran acreditados también ante Bayaceto.
Los embajadores coincidieron en Angora (actual Ankara) justo cuando Tamerlán libró batalla a Bayaceto en julio de 1402, la cual ganó. Al presentarse los embajadores, Tamerlán mandó con ellos, para su vuelta, a su consejero, Mohamad Alcagi (El-Kesh). Asimismo, les cedió tres esclavas, princesas grecohúngaras, apresadas en la batalla de Nicópolis seis años antes, y que habían formado parte del harén de Bayaceto desde entonces.
Los embajadores llegaron en marzo de 1403 a Segovia, donde Angelina de Grecia, una de las esclavas liberadas, nieta del rey de Hungría, se casó con Contreras, corregidor de la ciudad (antepasado directo del marqués de Lozoya, académico de la Real Academia de la Historia y gran estudioso del tema). Los otros embajadores, Sotomayor y Palazuelos, se casaron, asimismo, con las otras dos esclavas, Catalina y María.
Enrique III decidió entonces enviar a Clavijo como embajador a Tamerlán, y propuso a Mohamad Alcagi acompañarle. El 21 de mayo de 1403 procedieron a embarcarse en El Puerto de Santa María en compañía de una docena de hombres, entre los que se encontraban fray Alonso Páez de Santamaría, el guardia real Gómez de Salazar —que murió en el viaje— y Alonso Fernández de Mesa. El trayecto cubrió El Puerto de Santa María, Tánger, Málaga, Cartagena, Ibiza (Génova, a la vuelta), Messina, Rodas, Chíos, Gallípoli, Pera, Constantinopla, Kerpe, Sinópolis, Girisonda, Trebisonda —donde empezó el viaje por tierra el 11 de abril de 1404—, Arzinjan, Erzurum, Aunique, Khoy, Tabriz, Sultaniyah, Teherán, Damogan, Andkhuy, Valque, Termez, Kesh, y Samarkanda (adonde llegó el 8 de septiembre de 1404); y volvió el 21 de noviembre de ese año, por Bukhara.
La intención original de Clavijo era la de encontrarse con Tamerlán en Medio Oriente, quizás en Turquía o Siria, pero Tamerlán había decidido volverse a Samarkanda después de una campaña de siete años, para prepararse para la inminente invasión de China. Clavijo tuvo, pues, que perseguir a Tamerlán en su continua vuelta a casa y —afortunadamente para la historia— tuvo que seguirle hasta Samarkanda, convirtiéndose, sin duda, en el español que hasta entonces más lejos había llegado, y casi con toda probabilidad en el primer “Embajador” (con ese título, ya que otros habían sido mensajeros, monjes, o comerciantes) de Europa en Asia.
La crónica de Clavijo describe en gran detalle, no solamente el viaje en sí, los lugares y ciudades por los que pasó y su historia, sino que incluso resulta ser un documento de gran interés histórico sobre Tamerlán y su entorno. Son de destacar las descripciones detalladas de ciudades, en particular la Constantinopla todavía cristiana, las de las dieciocho fiestas con las que fue agasajado en Samarkanda, las vestimentas de las cortesanas y del propio Tamerlán, la boda del nieto de Tamerlán Ulug Beg, el bazar... El relato es el único testimonio europeo del lujo de esa Corte, y base de la leyenda de Samarkanda. Describe en detalle las negociaciones con diversos mandatarios cuando pasó por sus territorios, en sí una lección de diplomacia. Las maravilladas descripciones de una jirafa —vista por primera vez— y de una batalla de elefantes —“marfiles”— son extraordinarias joyas de la narrativa medieval española.
Tamerlán (unión de Timur Beg o Bey —señor de hierro— y Leng —el cojo—, aunque Clavijo le llama respetuosamente Timurbec), quien después de Genghis Khan fue el mayor conquistador de la región, creando el segundo mayor imperio conocido hasta la fecha, fue un gobernante de gran habilidad diplomática y militar, que conquistó gran parte de Asia y el Medio Oriente y se convirtió, en el Oeste, en el azote de Bayaceto. Su temeridad, sabiduría y hasta crueldad eran legendarias; se cuenta que construía pirámides con las cabezas cortadas de aquellos habitantes de ciudades que no se rendían enseguida al aparecer él con sus huestes. En la propia carta que Tamerlán envió a Enrique III describía con detalle cómo “obligó a sus enemigos vencidos a tragar sus espadas”. Además, sólo unos meses antes, Tamerlán había pasado a cuchillo a todos los caballeros de la Orden de Rodas que defendían Esmirna, después de haberse negado por segunda vez a rendirse. No deja de asombrar el coraje de Clavijo al adentrarse en los territorios de tan temible guerrero. De hábitos nómadas, hizo, sin embargo, que Samarkanda y otras ciudades deslumbrasen a sus visitantes por el esplendor y majestuosidad de sus edificios —palacios, madrazas o escuelas coránicas, mezquitas, mercados...—, construidos con artesanos y arquitectos traídos de los territorios que conquistaba.
La embajada de Clavijo sólo se puede comprender en un entorno evocador del conocido dicho “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, ya que poco podía esperar Castilla de un personaje tan lejano con ese bagaje, sino el de ser un simple contrapeso a la fuerza del Turco, quien de todas formas, finalmente, conquistó Constantinopla en 1453, precisamente en plena debilidad del Imperio Timúrido, el de los sucesores de Tamerlán. Sin embargo, sí es probable que la intervención de Tamerlán, cortando por la retaguardia la ofensiva del Turco, no sólo retrasó la toma de Constantinopla en medio siglo, sino que probablemente impidió que Europa entera cayera en manos del Islam.
La embajada de Clavijo fue, diplomáticamente, una iniciativa sin mayores consecuencias y de resultado incierto. Tamerlán en un principio sí recibió con grandes honores a Clavijo, humillando incluso delante de él al embajador chino, a cuyo Emperador reprochaba que no le pagase el tributo debido. Tamerlán, ya probablemente muy enfermo, se consagró entonces a preparar la yihad —guerra santa— contra China, lo que le obligó a ignorar a los embajadores al término de su visita. Al final, preocupado con su inminente invasión de China en pleno invierno terrible, Tamerlán ni siquiera se despidió de Clavijo ni respondió a la carta de Enrique III que el embajador había traído consigo. Al morir Tamerlán, ya en el viaje de vuelta del español, se produjeron varias revueltas y el embajador fue detenido en Tabriz durante seis meses por un nieto de Tamerlán, señor de Persia, hasta que por fin fue liberado para volver a España, no sin haber sido previamente despojado de los regalos con que había sido obsequiado para el Rey.
En el viaje de vuelta, que Clavijo narra más sucintamente, se detuvo incluso en Savona, donde fue a ver al Papa, “con quien debía tratar algunos asuntos”. Con su discreción habitual, Clavijo no menciona de qué asuntos se trataba, pero resulta asombroso que este plenipotenciario, casi tres años después de su partida, se permitiera negociar en nombre del Rey de asuntos de Estado, lo que demuestra el altísimo grado de credibilidad que tenía con el Monarca.
Clavijo llegó finalmente a Alcalá de Henares el 24 de marzo de 1406, y firmó su crónica “Laus Deo” (alabado sea Dios).
El 24 de diciembre de 1406, Enrique III otorgó testamento en Toledo y Clavijo fue uno de los testigos; le asistió y sirvió hasta su muerte al día siguiente (aunque Álvarez y Baena, indica que el Rey murió el día de Navidad, pero del año siguiente).
Clavijo murió el 2 de abril de 1412 y fue sepultado en un túmulo de alabastro suntuoso y ricamente labrado en la capilla mayor del convento de San Francisco de Madrid. Alrededor de la sepultura, podía leerse: “Aquí yace el honrado caballero Rui González de Clavijo, que Dios perdone, camarero del Rey Don Enrique, de buena memoria, e del rey D Juan su fixo, al qual el Dicho Señor Rey ovo enviado por su embaxador al Tamorlan, et finó dos de abril año del Señor de M. CCCC. XII Años”. Se derribó este sepulcro para poner en su lugar el de la reina doña Juana, mujer de Enrique IV. Esta capilla fue finalmente demolida en 1760.
Sus casas estaban donde luego se edificó la capilla del obispo en la parroquia de San Andrés, donde hoy se encuentra una placa conmemorativa en la parte inferior de la plaza de la Paja. Estas casas eran tan suntuosas que sirvieron de aposento al infante don Enrique de Aragón, primo del rey Juan II. Cerca del río Manzanares existe una calle pequeña con el nombre de Clavijo.
Resulta extraño el gran desconocimiento de este personaje en la sabiduría popular española. Su aventura, sin embargo, y su descripción se encuentran entre los grandes relatos del ámbito universal, equiparable, por ejemplo, a la aventura de Marco Polo, conocido en el mundo entero. No obstante, no dejó idioma, ni trajo consigo oro, brillantes, alhajas, seda, tafetanes, especias, que tan bien describió en su libro. No dejó nombres españoles —aunque emociona su descripción del lugar de veraneo de Tamerlán, “Carabaque”, hoy más conocido con su fonética anglosajona “Karabakh”—, y también se querría creer que en la reciente transcripción del alfabeto cirílico al latino de la lengua turkmena, la súbita aparición de la letra “eñe” ha sido una herencia tardía del paso de Clavijo. No dejó religión, ni costumbres, y tampoco llevó armas, ni mató, ni guerreó con nadie; todos ellos elementos que en una u otra forma se han ensalzado en toda gesta, y que quizás explican la falta de atractivo popular de la figura.
Ochoa Brun resalta la sorprendente modestia del personaje en su relato: “Es curioso que el autor no incurra en uno de los habituales vicios del intelectual, sobre todo del intelectual político que, llamado a describir hechos o circunstancias memorables de que fue testigo, cae por lo general en la tentación de puntualizar y destacar antes que nada su propia participación y su personal protagonismo. No es éste el caso de Clavijo. Antes bien, su persona y las de sus compañeros quedan minimizadas y subsumidas en la riqueza de las descripciones: sus propios sufrimientos o penalidades no son subrayados; las víctimas dejadas entre las peripecias del camino son objeto apenas de una escueta referencia, patética en su laconismo. Ni un autoelogio hay, ni una mención a los evidentes méritos de los embajadores y sus acompañantes, ni una moraleja interesada en el enjuiciamiento de los hechos y cosas que vieron, ni un comentario final que resalte la colosal empresa acometida o la acogida que debió de hacerles el rey a su regreso, que Clavijo no detalla, como para no caer en un por cierto bien justificado triunfalismo”.
Finalmente, con el ocaso de la ruta de la seda y las especias, al descubrirse casi un siglo más tarde la ruta del mar por Vasco de Gama, Asia Central perdió el interés geoestratégico, del cual había gozado durante los siglos anteriores. Así, una iniciativa diplomática frustrada, sin mayores consecuencias, cayó en el olvido, al mismo tiempo que se empezó a ensalzar la aventura de nuestros conquistadores en América.
Santiago Ruiz-Morales Fadrique
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