Infanta de España: La tercera hija de los Reyes Católicos, después de Isabel (1471) y de Juan (1478), vino al mundo el mismo año en que su padre, por muerte del rey Juan II, se convertía en el rey de Aragón.
Su educación fue la propia de la Corte de Isabel la Católica, con humanistas de la talla de Lucio Marineo Sículo, de los hermanos Antonio y Alejandro Geraldini y, sobre todo, de Pedro Mártir de Anglería. En su niñez fue testigo de grandes acontecimientos: en enero de 1492, del final de la Reconquista, con la toma de Granada; y un año después asistió en Barcelona a la llegada de Cristóbal Colón con la noticia del descubrimiento de América. Para entonces ya habían nacido sus hermanas la infanta María (1484), futura reina de Portugal, y la infanta Catalina (1485), futura reina de Inglaterra; son las dos compañeras de juegos infantiles. Pero también conoció en la vida familiar los celos de su madre Isabel, provocados por las infidelidades del rey Fernando.
Condesa de Flandes: La fuerza política alcanzada por los Reyes Católicos, después de conseguir la unidad peninsular, el final de la Reconquista y el descubrimiento de América, les dieron un gran protagonismo en Europa, a partir de los años finales del siglo XV, lo que traería consigo el enfrentamiento con la poderosa Francia. Eso llevó a los Reyes Católicos a una política de alianzas matrimoniales con los otros reinos de la Europa occidental: con Portugal (donde reinaron sucesivamente Isabel y María), con Inglaterra (adonde enviaron a la hija menor Catalina) y con los Países Bajos, con cuya casa vinculada a la de Austria, concertaron los matrimonios de sus hijos Juan y Juana con los archiduques Margarita de Austria y Felipe el Hermoso.
De ese modo, el 21 de agosto de 1496, cuando la infanta Juana no había cumplido los diecisiete años, embarcó en Laredo con dirección a Flandes; las tormentas obligaron a su flota a refugiarse unos días en Inglaterra, pero al fin Juana desembarcó en Rotterdam el 8 de septiembre. En su séquito llevaba un nutrido grupo de nobles, de damas y de clérigos, entre ellos el capellán Diego Ramírez de Villaescusa, futuro obispo de Cuenca.
En su internamiento por las tierras de Flandes, Juana tardó más de un mes en encontrarse con su prometido Felipe el Hermoso, otro adolescente casi de su misma edad, pues había nacido en 1478. Pero, cuando se vieron, se produjo una atracción tan inesperada que, desbordados, fueron incapaces de aplazar más su boda, la efectuaron inmediatamente sin protocolo alguno por mano del capellán Diego Ramírez de Villaescusa. Durante unos años la joven pareja estableció su Corte en Bruselas, donde nacieron los primeros hijos: Leonor (1498), Carlos (1500) e Isabel (1501).
La pasión de Juana por Felipe llegó a tales extremos que alarmó a su marido; el cual, por otra parte, no abandonó sus otros contactos amorosos, provocando furiosos arrebatos de celos de la infanta de España.
Eso, unido a lo pronto que Juana se vio desarraigada, tanto de su tierra natal como de sus lazos familiares, explican que poco a poco fuera cayendo en un estado de depresión, con altibajos que tan pronto le llevaban a nuevos arrebatos amorosos con Felipe el Hermoso, como a peleas conyugales que el archiduque cortaría de un modo brusco: encerrando a Juana en sus habitaciones de palacio.
Princesa de Asturias: Felipe el Hermoso no pudo orillar por mucho tiempo a su esposa. Algo inesperado iba a ocurrir en España que cambiaría radicalmente las cosas: la muerte sucesiva de tres personajes con más derechos al trono de las Españas que Juana.
Tal sería el caso del príncipe Juan (muerto en 1497), de la princesa Isabel (muerta en 1498) y el hijo de ésta, el príncipe Miguel (muerto en 1501). A partir de ese momento, Juana se convirtió en la princesa de Asturias y, por lo tanto, en heredera del trono de España.
Los Reyes Católicos llamaron a los archiduques, pero Felipe el Hermoso aplazó el viaje hasta finales de 1501. Lo hizo atravesando Francia y mostrando su amistad con el rey francés, Luis XII, que le hizo una calurosa acogida.
El 26 de enero de 1502 los archiduques hacían su entrada en Fuenterrabía. En un viaje lentísimo, forzado por la impresionante comitiva que acompañaba a Felipe el Hermoso, no entrarían en Madrid hasta el 25 de marzo. El 7 de mayo llegaban a Toledo, donde la reina Isabel pudo abrazar a su hija. Poco después las Cortes castellanas reunidas en Toledo les juraron como príncipes de Asturias.
Pese al impresionante futuro que le aguardaba en España, Felipe el Hermoso abrevió su estancia, regresando a los Países Bajos en diciembre de ese año, antes incluso de las Navidades, sin atender a los ruegos de Juana que, debido al avanzado estado de su nuevo embarazo, y por haberse iniciado ya el duro invierno meseteño, le resultaba imposible acompañar a su marido.
Juana llevó muy mal aquella separación, dando los primeros signos de desequilibrio mental. Isabel la Católica había ordenado su estancia en el castillo de la Mota; pero Juana lo tomó como un confinamiento forzoso, llegando a enfrentarse con su madre.
Y en cuanto dio a luz a su nuevo hijo, Fernando, en Alcalá de Henares, el 10 de marzo de 1503, fue tal su desesperación por verse apartada de su marido, que Isabel la Católica acabó dejándola regresar a los Países Bajos.
Era la primavera de 1504. Pocos meses después, la muerte de Isabel la Católica el 26 de noviembre de 1504 provocó una nueva situación: la antigua infanta de España, condesa de Flandes y princesa de Asturias se había convertido en la nueva reina de Castilla.
Reina de Castilla: Tampoco se dio más prisa Felipe el Hermoso para recoger la fantástica herencia que le esperaba en España, dejando pasar más de un año antes de embarcar con la reina Juana, cosa que haría al fin el 17 de enero de 1506. Pero una vez más, los temporales obligaron a la flota a refugiarse en Inglaterra, donde tuvieron que permanecer tres meses como huéspedes del rey Enrique VII; fue la ocasión para que se volvieran a ver por última vez las dos hermanas, Juana y Catalina, ambas con destino tan adverso.
Pasado el invierno, de nuevo pudieron embarcar Juana y Felipe, llegando a La Coruña el 26 de abril.
Se sucedieron unos meses de forcejeos de Felipe con Fernando el Católico, que desde la muerte de Isabel estaba rigiendo Castilla con el título de gobernador del reino, que era el señalado por la Reina Católica en su testamento. Pero Felipe el Hermoso logró atraerse a la alta nobleza y al alto clero de Castilla e impuso a su suegro Fernando los acuerdos de Villafáfila (27 de junio de 1506), que anulaban la anterior concordia de Salamanca, de 1505, favorable a Fernando. De ese modo, Fernando el Católico tuvo que abandonar Castilla, retirándose a sus reinos de la Corona de Aragón.
Comenzaba el reinado de Felipe el Hermoso. Su primera preocupación fue encerrar a Juana en un castillo, incapacitándola por su demencia, tras su entrada triunfal en Burgos; pero un súbito mal, todavía sin esclarecer, le llevó en pocos días a la tumba, pese a todos los esfuerzos de Juana por curar a su marido.
Era el 25 de septiembre de 1506. De ese modo acababa uno de los reinados más breves de la historia de España. Y como Juana se negaba a entender en los problemas de Estado, asumió la regencia el cardenal Cisneros, al tiempo que se llamaba a toda urgencia a Fernando el Católico, para que volviera a su puesto de gobernador, marcado en el testamento isabelino.
Ése era también el deseo de Juana, pero no para abandonar el poder, sino para ejercerlo asesorada por su padre. Entre tanto, su negativa a enterrar a Felipe el Hermoso y su macabro peregrinar con el cadáver insepulto de su marido por los pueblos de Castilla, en el invierno de 1507, produjo tan penosa impresión que ya el pueblo le dio su nombre: Juana, la Loca.
Fue en ese peregrinar por la meseta castellana cuando hubo de detenerse en Torquemada para dar a luz a su última hija, Catalina, que sería su única compañera durante dieciocho años, hasta que su nuevo destino de reina de Portugal, en 1525, obligara a Catalina a dejar a su madre.
El 29 de agosto de 1507 Juana se encontraba con su padre. Comenzaba una nueva etapa, pero no como Juana había soñado. Fernando el Católico quería todo el poder sin ninguna cortapisa. Por aquel tiempo, Enrique VII negoció su nuevo matrimonio con aquella joven viuda española a la que había tenido ocasión de admirar en su Corte de Londres, en el invierno de 1506, y Fernando apoyó su deseo (“que me place”, fue su respuesta), pero resultó imposible convencer a Juana, lo que llevó a Fernando el Católico a la decisión de confinarla en Tordesillas, a mediados de febrero de 1509.
La muerte de Fernando el Católico en 1516 y la segunda regencia de Cisneros no trajeron ninguna novedad para la pobre Reina. El 4 de noviembre de 1517 fue visitada por sus hijos mayores Carlos y Leonor, acompañados por su consejero Guillermo de Croy, señor de Chièvres; una entrevista formularia, pero en la que Carlos obtuvo de su madre la conformidad para que gobernara en su nombre; de hecho, Carlos ya se había hecho titular Rey de los reinos de España, eso sí, manteniendo a su madre con los mismos títulos, novedad insólita, pero que evitó a Carlos la odiosa imagen de presentarse como el hijo que incapacitaba a su madre; le bastaría con mantener el status de confinamiento ordenado por Fernando el Católico.
El fogonazo comunero: En 1520, cuando Juana llevaba once años como prisionera de Estado, un hecho nuevo pudo dejarla en libertad, y de hecho así ocurrió durante tres meses: la rebelión de las Comunidades de Castilla, alzadas en el verano de aquel año contra la política imperial de Carlos V, que se consideraba lesiva para los intereses del pueblo castellano. Las milicias comuneras, mandadas por el toledano Padilla, entraron en Tordesillas el 29 de agosto de 1520, y poco después lo hacía la Junta Santa Comunera. Los comuneros no sólo dejaron en libertad a Juana, sino que la acataron como su Reina, instándola a que tomara el poder y ejerciera como tal en la plenitud de sus funciones; pero la Reina se mostró incapaz de asumir ninguna responsabilidad; antes, diría, “tengo que sosegar mi corazón”. Aún vivía con el recuerdo de Felipe el Hermoso. A principios de diciembre las fuerzas imperiales expulsaban a los comuneros de Tordesillas, y Juana volvió a su anterior confinamiento.
La larga soledad: Todavía, durante unos años, Juana aún pudo consolarse con la presencia de su hija Catalina, a la que se agarraba desesperadamente, como el último vínculo vivo que le unía con la memoria de Felipe el Hermoso. Pero en 1524 Carlos V decidió casar a su hermana con el rey de Portugal, Juan III, y Catalina abandonó Tordesillas por su nuevo destino de reina de la Corte de Lisboa. Empezaba para Juana una dura y amarga soledad que duraría hasta su muerte en 1555, treinta años después.
Esa soledad, ese confinamiento en Tordesillas, duro y hasta cruel en los primeros años, se suavizó después por el cambio de gobernador de la villa; al viejo marqués de Denia le sucedió en 1536 su hijo, heredero también de su título, el cual —quizás por haberse criado en Tordesillas, con la estampa de la pobre reina cautiva— trató con mucha mayor compasión a la reina Juana. Y el propio Emperador lo hizo así, aumentando las visitas a su madre, y nunca por unas horas, sino pasando con ella varios días. En 1524 estuvo en Tordesillas más de un mes. Pero la más emotiva de sus estancias fue la de las Navidades de 1536, que el Emperador decidió pasar con su madre, acompañado de toda la Familia Imperial, su esposa la emperatriz Isabel y los tres hijos Felipe, María y Juana.
También la emperatriz Isabel, en sus años de regente de España, por las ausencias de Carlos V, visitó en más de una ocasión a la Reina cautiva; pero la visita que más emocionó a Juana fue la que recibió en 1543, cuando acudieron a verla sus nietos recién casados, Felipe y María Manuela, tanto más cuanto que María Manuela, la princesa portuguesa que llegaba de Lisboa, venía a traerle el recuerdo de su querida hija Catalina.
Los últimos años: Los últimos años de Juana vieron aumentados sus males, con una demencia cada vez más acusada y por una desgraciada caída que la dejó inmóvil de la cintura para abajo, con lo que los problemas de la higiene más elemental se agravaron penosamente.
Aparecieron las primeras alucinaciones. Tanto que, y conforme a la mentalidad de la época, se la tuvo por embrujada y hasta por sospechosa en cosas de la fe. En 1554 Felipe II, como príncipe regente por la ausencia de Carlos V, ordenó que la visitara san Francisco de Borja, que supo consolarla en sus últimos días. Finalmente murió en su confinamiento de Tordesillas.
Era el viernes 12 de abril de 1555. La villa ordenó las debidas exequias fúnebres, como consta en la documentación de su archivo municipal.
Manuel Fernández Álvarez
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