Jaime Ferrán y Clúa

Jaime Ferrán y Clúa

Corbera de Ebro (Tarragona), 2.II.1851 – Barcelona, 22.XI.1929

Médico, biólogo experimental y pionero en la vacunación humana

Personalidad cuya valoración es controvertida, generó en vida grandes discusiones y no parece escapar de ellas tras su muerte; curiosamente, su año de nacimiento aparece en todas partes como 1852, desde que así se publicó en el Diccionario Enciclopédico Espasa en 1924; sólo desde hace muy poco (Guardiola y Baños, 2001) se ha podido rectificar este error sistemático, pues se ha demostrado que nació un año antes. Hijo de un médico rural, estudió en Tortosa y Tarragona, mostrando una gran habilidad en el dibujo, y se licenció en Medicina por la Universidad de Barcelona, donde estudió entre septiembre de 1868 y diciembre de 1873.

Desde la terminación de sus estudios hasta el año 1887 en que volvió a aposentarse en Barcelona, Ferrán se dedicó al ejercicio clínico, ocupando sucesivamente plaza de titular en Plá del Penedés y en Tortosa, población en la que también acumuló varios cargos técnicos, como director del Hospital Municipal y de la Casa Provincial de Caridad, subdelegado médico y director de Sanidad marítima en distintos momentos.

Enriqueció su práctica profesional con distintas novedades, como electroterapia, hidroterapia, análisis clínicos y oftalmología. Además, aplicó sus habilidades manuales y su notable capacidad inventiva —junto con su amigo el químico Inocente Paulí— en otros campos tecnológicos, como la fotografía o la telefonía.

En 1878 instalaron entre ambos una línea de ochenta y cuatro kilómetros para comunicar Tortosa y Tarragona, y en 1879 publicaron una fórmula para generar emulsiones rápidas de bromuro de plata con gelatina, un procedimiento similar al que se generalizó en la industria fotográfica a partir de 1887.

El capítulo decisivo en sus actividades complementarias a la práctica médica rural fue su entrenamiento como bacteriólogo, conseguido gracias a los instrumentos y a la biblioteca de su vecino, el astrónomo y geólogo José Joaquín Landerer y Climent. En los ejemplares de Comptes Rendus de la Academia de Ciencias de París que recibía éste, se empapó del trabajo de Louis Pasteur (1822-1895), con quien entabló correspondencia y de quien recibió algunas muestras de cultivos e instrucciones. De este modo fue el primero en España en preparar las vacunas contra la bacera o carbunco y contra la erisipela de los cerdos, en el laboratorio que montó en su domicilio a partir de 1880. En 1884 ganó un premio de la Academia de Medicina de Madrid por su exposición sobre la nueva realidad etiológica que alumbraba la naciente bacteriología, en particular por lo que correspondía al denominado fitoparasitismo o parasitismo vegetal (infecciones causadas por plantas microscópicas). Para él, siguiendo a Pasteur, la consecuencia fundamental de la nueva explicación etiológica era la posibilidad de establecer una defensa racional contra las infecciones mediante la obtención de vacunas, lo que se convirtió en el norte de sus actividades científicas.

La aparición del cólera epidémico en el sureste de Francia en ese año de 1884 —también se había presentado en algunas poblaciones alicantinas y valencianas—, le permitió dar un salto cualitativo en su desempeño profesional. Como “naturalista” de la comisión que envió a Marsella el Ayuntamiento de Barcelona en septiembre para estudiar la epidemia, coincidió con Robert Koch (1843-1910) —quien había descubierto el papel causal del bacilo vírgula y sus vías de transmisión durante sus estudios realizados en Egipto y en la India (1883-1884)—, William Nicati (1850-1931) y Maximilien Rietsch (1848-1905), quienes habían conseguido provocar experimentalmente cólera en animales. A su regreso, Ferrán trabajó durante los meses siguientes con los cultivos coléricos que traía consigo. Sus observaciones le proporcionaron una visión pleomórfica del mencionado agente, en función de un complicado ciclo vital, en el que se incluía la producción de esporas, y al que denominó Peronospora barcinonis. El 13 de diciembre de 1884 comunicó al alcalde de Barcelona (e inmediatamente también a Koch, José de Letamendi, antiguo profesor suyo, y al ministro de la Gobernación, Romero Robledo) que había conseguido una vacuna eficaz en humanos, cuya inocuidad había probado en Paulí y en sí mismo y sus familiares, como continuó, en semanas sucesivas, hasta en una veintena de médicos y estudiantes voluntarios, entre los que se encontraban varios llegados desde Valencia a final de año, agrupados alrededor del catedrático de Terapéutica de su Facultad de Medicina, Amalio Gimeno Cabañas, quien se convirtió en el propagandista decisivo de los trabajos de Ferrán. La Academia de Medicina y Cirugía de Barcelona aseguró, en marzo de 1885, la inocuidad del procedimiento en los humanos y recomendó que se le diera apoyo en sus investigaciones.
De inmediato, Ferrán envió una notificación a la Academia de Ciencias francesa para dar cuenta de sus resultados: los conejillos podían ser inmunizados frente a inyecciones a dosis letales de un cultivo de vibriones coléricos, si previamente recibían dosis inferiores del mismo por vía subcutánea, mientras que los seres humanos mostraban tolerancia a la inyección subcutánea de cantidades mayores de dicho cultivo, por lo que suponía que también en ellos se producía la inmunidad.

Justamente en el mismo mes de marzo de 1885 se reavivó la epidemia en la región valenciana y Gimeno hizo que acudiera Ferrán para aplicar su vacuna a gran escala, lo que llevaron a cabo él y una serie de colaboradores hasta primeros días de agosto en distintas poblaciones, en su gran mayoría levantinas, alcanzándose un número en torno a las treinta mil personas vacunadas. La práctica de la vacunación anticolérica —primer ensayo mundial en seres humanos de un procedimiento de inmunización artificial contra una enfermedad de causa bacteriana— se convirtió en un asunto polémico, tanto desde la perspectiva científica como política. En cuanto se difundió, atrajo una considerable atención médica, y acudieron a Valencia no menos de veinte comisiones científicas nacionales e internacionales, así como numerosas personalidades, para recabar información. Los resultados del escrutinio científico no fueron concluyentes, pues hubo informes que suscribían en todos sus extremos las hipótesis y prácticas ferranistas, como los de los enviados por el Ministerio de Guerra y el de Marina, el del médico sevillano Leopoldo Murga Machado, el del portugués Eduardo Abreu o el informe oficial de los Estados Unidos de América, compilado por el microbiólogo Edward Shakespeare, si bien éste, como el del veterinario francés Auguste Chauveau, planteaba algunas reservas menores. Otros, más cautos, que reconocían la inocuidad del procedimiento para las personas y su base racional, pero que no encontraban pruebas de que efectivamente confiriera inmunidad contra la enfermedad (caso del informe mayoritario de la primera comisión oficial enviada por el Gobierno de España, o el de Santiago Ramón y Cajal, quien informó por encargo de la Diputación de Zaragoza, si bien con posterioridad su posición se convirtió en totalmente contraria) y muchos otros —para su desgracia, todos los enviados oficiales extranjeros, salvo el norteamericano ya señalado— que negaron validez a la teoría y al proceder de Ferrán, entre ellos, en particular, el informe del Ministerio de Comercio de la República francesa, compilado por Paul Brouardel, Albert Charrin y Joaquín Albarrán. Desde el principio, los defensores de obstaculizar los contactos entre personas para hacer frente a la epidemia fueron zaheridos por Ferrán, quien defendió la profilaxis vacunal, o “gran higiene”, como contraria y sustituta de los restantes medios, bastante ineficaces en su opinión, de la “pequeña higiene”. La crítica más aguda que recibió el procedimiento se refería a la falta de estandarización en la producción y uso de los líquidos vacunales, puesto que el procedimiento aplicado no podía controlar la virulencia del cultivo, de lo cual era perfectamente consciente su promotor, quien reconoció en diversas publicaciones su impotencia al respecto.

La razón principal de la oposición que encontró en la comisión francesa, tan influyente, por otra parte, fue un malentendido inicial. Los comisionados llegaron el día 30 de junio convencidos de que iban a aprender un método para atenuar el bacilo colérico, mientras que Ferrán empleaba cultivos sin atenuar, como declaró explícitamente en una nueva nota dirigida a la Academia de Ciencias de París a mediados de julio: “La mejor vacuna es la más virulenta”. La nota llegó tarde, porque sólo tras tres días de estancia en Valencia, Brouardel y compañía hicieron público su rechazo y su descalificación del personaje (incapaz de poner “su secreto” a disposición de la humanidad sin contrapartidas) y de su obra el día 5 de julio.

El seguimiento de la vacunación anticolérica en medios científicos españoles, iniciado en Valencia, fue apasionado, con discusiones públicas en distintas corporaciones. Dos de los momentos más destacados tuvieron lugar en el Instituto Médico Valenciano, entre mayo y junio, y en el Ateneo de Madrid, a mediados de julio de 1885. En ellas se mostraron abiertamente “los apóstoles” de la doctrina ferranista (en expresión de uno de ellos, Ángel Pulido), encabezados por Gimeno.

Mención especial merecen los informes emitidos por las dos comisiones oficiales dispuestas por el Gobierno de España, puesto que con ellos se establecía el vínculo entre las dimensiones científica y política de la polémica. En efecto, desde el punto de vista político, la vacunación anticolérica no fue menos disputada, en términos partidistas, de manera que el liberalismo y el progresismo hicieron causa con Ferrán y la vacuna, apareciendo el conservadurismo (y el Gobierno) en su contra. Estudiosos como Fernández Sanz (1990) no se explican muy bien el porqué de la inmediata oposición gubernamental —cuando, en función de la coyuntura, hubiera sido mucho más beneficioso para los conservadores el concederle algún apoyo institucional o al menos no oponerse—.

El caso es que Ferrán envió al ministro de Gobernación las primeras pruebas de la vacuna y fue a entrevistarse con él el 15 de mayo, pero el ministro se resistió a autorizarle vacunar en masa. El Gobierno aceptó nombrar una comisión científica, a propuesta del Congreso de los Diputados del día 18, aunque Romero Robledo prohibió la práctica de la vacunación por ser “un procedimiento secreto”, a instancias del Consejo de Sanidad reunido el 25 de mayo. El informe de la comisión se entregó el 23 de junio (un día después de celebrada una multitudinaria manifestación del sector del comercio contra las medidas cuarentenarias que obstaculizaban su práctica y antes de que saliera de París la comisión francesa), pero no se publicó en la Gaceta hasta el 30 de julio de 1885, es decir, cuatro semanas después de hecho público el de aquélla. Su contenido estaba en línea con el planteamiento de la Academia barcelonesa: se trataba de un procedimiento inocuo, incapaz de diseminar la enfermedad, pero sobre el que se necesitaba más información.

A última hora se le añadió un voto particular negativo por Antonio Mendoza (1848-1918), el responsable del laboratorio del Hospital Provincial de Madrid (protegido por José Eugenio Olavide, el médico que era, a su vez, el mentor sanitario del Romero Robledo). La consecuencia del informe fue el levantamiento de la prohibición, realizado el 24 de junio. Mientras, arreciaba el debate en la prensa y en el Congreso, con muchos matices: la vacunación anticolérica servía de excusa para discutir tanto sobre las incomunicaciones y los desinfectantes como sobre el sufragio universal. Romero Robledo fue cesado el 12 de julio y su sucesor, Fernández Villaverde, levantó los obstáculos al transporte y la circulación de personas y mercancías y nombró una segunda comisión informativa. El resultado de ésta no se publicó como tal, sino sólo sus conclusiones (el 3 de octubre de 1885), totalmente desfavorables para el procedimiento Ferrán. Sin embargo, la práctica de la vacunación se había prohibido de nuevo, salvo la realizada por Ferrán entre sus pacientes, el 28 de julio, con lo que éste dejó de producirla y su aplicación pública se detuvo a primeros de agosto. Una evaluación analítica moderna (Bornside, 1981) indica que la vacuna tuvo efectos beneficiosos a gran escala. Comparando las estadísticas en los lugares donde se aplicó la vacuna, la mortalidad entre los no inoculados alcanzó el 43,6 por ciento, mientras que entre los inmunizados una sola vez fue del 26,9 por ciento. Parece claro que la epidemia debilitó de manera directa al Gobierno conservador y contribuyó al establecimiento del acuerdo entre los dos grandes partidos dinásticos a la muerte de Alfonso XII.

En 1887 se inició la etapa madura de la vida de Jaime Ferrán, que se trasladó a vivir a Barcelona al recibir un encargo de su Ayuntamiento para organizar y dirigir el Laboratorio Microbiológico Municipal. Si bien inicialmente se le proponía solamente aplicar la profilaxis contra la rabia que había inaugurado Pasteur en 1885, en realidad sus planes lo situaron al nivel de cualquier otro instituto microbiológico internacional, con capacidad de investigación, docencia, suministro masivo de medios profilácticos y análisis bacteriológico. Todas estas funciones las desarrolló bajo la dirección de Ferrán, que duró hasta 1905, salvo su dimensión docente, de la que no se han encontrado pruebas (Roca Rosell, 1988).

Por lo que se refiere al encargo inicial, la ambición intelectual de Ferrán no le permitió reproducir sin más los procedimientos pasteurianos, sino que propuso una modificación del método de inoculación, convirtiéndolo en “método supraintensivo”. En primer lugar, modificó la manera de transmitir la infección a los animales de experimentación, e inmediatamente cambió el procedimiento de atenuación, pasando a emplear cerebros en lugar de médulas. Cuando se sumaron varios casos de muerte por “rabia paralítica”, es decir, producto de la vacuna, hasta dieciséis, surgieron críticas entre el mismo personal del laboratorio, por lo que entre 1891 y 1894 se suspendió de hecho su empleo, hasta que Ferrán rectificó la técnica, incluyendo una solución de bicloruro de mercurio al 0,5 por mil (en 1943 se hizo la demostración experimental de que la presencia del compuesto mercurial no afectaba al virus de la rabia, según Vila Ferrán, 1976). En España, este procedimiento se generalizó en la década siguiente, y, al parecer, era empleado por el Instituto Koch cuando Ferrán lo visitó en 1925. En el curso de sus trabajos sobre la rabia, Ferrán pretendió (1889) describir un microbio característico, como hicieron, igual de erróneamente, otros muchos autores de su tiempo.

Su desempeño como director del Laboratorio Municipal barcelonés produjo numerosas iniciativas en diversos campos de la naciente inmunología, fruto de su capacidad inventiva, de su tenacidad investigadora y de su grandísima osadía experimental o falta de prudencia, según se mire. Es preciso indicar que siempre fue el primero en inyectarse sus productos, además de emplear a su esposa e hijos en la misma función experimental. Como reivindica Mendelsohn (2002), los primeros bacteriólogos, de la generación de Ferrán, fueron adelantados de la Biología experimental, puesto que estudiaron intensivamente la variabilidad biológica en torno a la virulencia de los gérmenes. En este caso, dentro de una línea que defendía la continuidad entre microbios y plantas microscópicas.

En 1887 produjo Ferrán una vacuna contra la fiebre amarilla, siguiendo las ideas de los iberoamericanos Domingo Freire (Río de Janeiro) y Manuel Carmona Valle (México) que reconocían su agente productor como un alga o como un hongo microscópico. En 1888 preparó una vacuna contra la fiebre tifoidea que suministró al cuerpo municipal de empleados de alcantarillas, pero en la que no persistió. En 1890 hizo ensayos de una vacuna contra la difteria, cultivando el bacilo a temperaturas de entre 42º y 45º, con malos resultados. En 1893 fabricó suero antitetánico, siguiendo la técnica de Behring y Kitasato. Un año después, tras la comunicación dada por Roux en el verano de 1894, montó la producción en Barcelona del suero antidiftérico, auténtica joya en el nuevo arsenal anti infeccioso y cuyo uso tuvo un gran impacto en la práctica médica. A partir de enero de 1895 se convirtió, junto con Vicente Llorente, en el principal suministrador de este remedio por España, en muchos casos con fines benéficos, tanto desde su laboratorio privado como desde el público. De hecho, las primeras pruebas del suero en niños enfermos, realizadas por Bartolomé Robert y el mentado Llorente, se realizaron en noviembre de 1894 con suero suministrado por el Laboratorio Municipal barcelonés. La intrepidez de Ferrán se mostró enseguida en los intentos de explotación de la técnica del suero antitóxico, al experimentar uno contra la tuberculosis en 1895.

Otra aportación fue su vacuna contra la peste, del mismo estilo que la propuesta de manera simultánea por Haffkine. En efecto, en 1899 participó, enviado por el Ayuntamiento junto con otros dos facultativos, en la misión internacional de observación de la epidemia de peste bubónica que se desató en Oporto.

Allí desarrolló y aplicó su vacuna (a partir de cultivos vivos) entre la población. El dictamen de la comisión médica internacional fue que tenía poder inmunizador, pero que si se suministraba a personas que ya estaban contagiadas, agravaría su estado. A su regreso a Barcelona, según una secuencia procesal que no ha podido ser aclarada, la aplicó al personal del laboratorio, lo que posteriormente redundó en su contra.

Una serie de circunstancias se unieron para forzar la salida de Ferrán del laboratorio barcelonés. La excusa formal para los dos expedientes que se le abrieron sucesivamente (1903 y 1905) fue de tipo administrativo, los errores en la manera de gestionar los medios materiales del laboratorio, en especial la existencia de una doble contabilidad y la confusión que existía entre los medios públicos y los privados de Ferrán, como empresario de salud pública y productor de los mismos sueros y vacunas que el organismo público.

La circunstancia política fue el cambio de mayoría en el consistorio municipal, con predominio de las posturas catalanistas —que Ferrán no compartía—, la discusión sobre la calidad de las aguas de la ciudad, en la que Ferrán tampoco complació a la mayoría municipal, y la reiteración de acusaciones de ineficacia o incluso de riesgo sanitario producto de las numerosas iniciativas inmunizadoras dispuestas por Ferrán, sobre la base de una intensa campaña de desprestigio científico que lanzó Santiago Ramón y Cajal en 1890 y continuó Ramón Turró, cada uno, en su momento, aspirante a sustituirlo en el puesto.

Tras ser destituido en 1905, se refugió en su Instituto Ferrán, que trasladó desde la calle de Roger de Flor a una hermosa casa que se había hecho construir en La Sagrera en 1900. Allí continuó sus trabajos de investigación y producción de medios profilácticos.

En 1911-1912 mantuvo una vigorosa polémica con una asociación de ganaderos, a propósito de la efectividad de su vacuna contra la erisipela de los cerdos, que había sido cuestionada por un veterinario del Instituto Nacional de Higiene que competía con él como proveedor del mismo mercado. Pero la gran tarea de su última etapa fue el estudio sistemático de la tuberculosis, ante la ausencia de resultados prácticos de cara a su profilaxis, trabajos que comenzó en 1897, pero que no afrontó de lleno hasta 1905 —fiel a su empeño de perseguir la “gran higiene”—.
En este caso, como antes en el del cólera y en línea con una amplia corriente de la investigación microbiana, construyó una morfología compleja del bacilo tuberculoso, en un ciclo evolutivo que contaría con hasta cinco formas diferentes (denominadas con las primeras letras griegas) que irían surgiendo como repuesta adaptativa a los cambios del medio. De ellos, los tres iniciales tendrían participación en la producción de la enfermedad, mientras que los dos restantes constituirían formas degenerativas. Sus cultivos tuberculosos se realizaron en series largas, cambiando los medios, de forma que cada vez tuvieran menos nutrientes. Colaboró con Ferrán en estos trabajos el francés Émile Duhourcau. En 1910 incluyó en sus explicaciones la idea de “mutación”, como aportación novedosa a la biología darvinista (Roca Rosell, 1988; Pinar, 2002). Es de subrayar que así participó en una discusión científica que no se cerró hasta pasados cincuenta años. Por tanto, la inmunización contra la primera de las formas evolutivas del bacilo, que denominó “alfa” y que sería un saprofito universal de la especie humana, protegería a los organismos contra la tuberculosis espontánea.

Sus ideas sobre el saprofitismo las expuso en el Congreso Internacional de Tuberculosis celebrado en París en 1905 y su vacuna antialfa la probó a gran escala en 1919 en Alcira (más de catorce mil personas inoculadas), en Alberique (tres mil quinientas) y en Palma de Mallorca (mil quinientas). En aquel momento, a diferencia del episodio del cólera, sí encontró apoyo en los cuadros directivos de la Sanidad oficial, de modo que el inspector general, Manuel Martín Salazar, o el secretario de la Comisión permanente de Lucha contra la Tuberculosis, Bernabé Malo de Poveda (1844-1926), entre otras destacadas personalidades, le facilitaron la tarea. Desde 1920 gozó de una pequeña subvención gubernamental para sus trabajos en esta materia. Durante los años siguientes se extendió el uso de la vacuna antialfa, que se aplicaba a la población infantil, en España, Argentina o Uruguay, de modo que, en cálculos del propio Ferrán, hacia 1927 se habían practicado más de un millón de inoculaciones en todo el mundo, cuando su empleo en todas las instituciones de la Beneficencia pública fue recomendado por la Dirección General de Sanidad. Entre los críticos de la vacuna antialfa se alinearon quienes defendían la propuesta de Calmette y Guérin, la BCG, que se introdujo en España a partir de 1924, del mismo modo natural que entre los seguidores de Ferrán figuraron los mayores detractores de la BCG.

Durante unos años se simultanearon ambas, suministrándose una u otra según la voluntad familiar, hasta que a partir de 1931 se impuso de forma masiva la vacunación BCG a través de los cauces oficiales y con recomendación de las agrupaciones profesionales especializadas.
En sus últimos años disfrutó de reconocimientos varios, en sendos viajes por Alemania (1925) y Argentina (1927); en este último país inauguró un busto suyo en el Hospital español de la ciudad de Rosario.

Durante la etapa de Primo de Rivera se revalorizó su figura como la de un sabio español y, en tiempos de Franco, se dio su nombre a un instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Murió el 22 de noviembre de 1929.
 
Esteban Rodríguez Ocaña

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