Madrid, 17.IX.1580 – Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), 9.IX.1645
A finales de 1639, con casi sesenta años, Quevedo fue encarcelado en el Convento de San Marcos de León, como caballero del hábito de Santiago. Allí pasó casi cuatro años en los que envejeció y enfermó, mientras releía a los clásicos o escribía, como contrapeso a las condiciones penosas en que se encontraba, sus últimas obras meditativas y neoestoicas (Providencia de Dios, El Job, La caída para levantarse…).
Tras quedar libre en el verano de 1643, volvió a Madrid, donde pasó un año, nos dice, “aprendiendo a andar” de nuevo. En ese tiempo, arregló asuntos, imprimió algún escrito y se retiró a La Torre de Juan Abad (cerca de Villanueva de los Infantes), donde trascurrió el último año de su vida reflejado en un impresionante epistolario que da cuenta de su enfermedad, sus ilusiones, sus esperanzas y, finalmente, su abandono.
Como Quevedo, aprenderemos de nuevo a andar tras el confinamiento, volveremos a caminar y, pertrechados de lecturas y meditaciones en estos días, retomaremos de nuevo la realidad.
Francisco de Quevedo fue el segundo hijo varón de una familia de funcionarios palaciegos, bien asentada en los entresijos de la administración y servicios del Palacio Real, en Madrid, capital y Corte de los Austrias. Su abuela era azafata de la infanta; su madre, viuda pronto, desempeñaba una función similar a su temprana muerte (en 1600), que ocurrió en el mismo Palacio Real; del resto de su parentela, una venerable dama, su tía, bien conocida en la Corte, a la que el escritor envió en 1613 su colección de poemas Heráclito Cristiano. De hecho, Francisco, cuando aún no había iniciado estudios, se convirtió en el primogénito, por la muerte de su hermano mayor Pedro, y debió su formación a una gracia solicitada por su abuela materna de la Reina. También le protegió la duquesa de Lerma, cuando el duque había alcanzado la privanza, durante los primeros años del reinado de Felipe III.
Estudió con los jesuitas, en Ocaña, y luego en Alcalá de Henares y Valladolid, en donde residió durante los años de Corte (1600-1606) bajo la tutela de Agustín de Villanueva, un alto cargo, padre de Jerónimo de Villanueva, otro de los personajes encumbrados durante la privanza del conde-duque de Olivares.
De finales de siglo (1599) y sobre todo de los años vallisoletanos son sus primeros escritos: poemas en los preliminares de obras ajenas, papeles festivos (entre los cuales el primer Sueño), probablemente El Buscón... Pedro de Espinosa recoge dieciocho composiciones suyas en las Flores de poetas ilustres (preliminares de 1603, publicación en 1605), en donde ya se produjo algún problema con la censura. A partir de entonces, la biografía de Quevedo se enriquece y complica de modo peculiar, siempre con cierta inclinación hacia la leyenda, lo que indica una personalidad extravagante y compleja.
El autor expresó literariamente los avatares de su vida y sus circunstancias en su compleja obra, como polígrafo. Remitir de la vida a la obra es un ejercicio factible, pero complejo y sinuoso, pues fueron muchas las circunstancias que le llevaron a tomar la pluma y muchos los resortes de su inspiración.
Antes de su viaje a Italia (1613) para servir al duque de Osuna, virrey primero en Sicilia y luego en Nápoles, el joven escritor dedicó sus esfuerzos a la filología, traduciendo y adaptando textos clásicos compatibles con su catolicismo ferviente, aunque también se asomó al ensayo político (Discurso de las Privanzas, c. 1607) y a las polémicas humanísticas (España defendida, 1609) sin atreverse o sin conseguir en ninguno de estos casos completar y difundir este tipo de obras.
Lo que sí siguió circulando fueron sus papeles festivos, que en algún caso están cobrando consistencia, como es la serie de Sueños, iniciada en 1604, que culminará en 1627, después de cinco entregas y varias reelaboraciones.
Pero nada de todo esto se publicará, por ahora.
Su papel en Italia fue paulatinamente más importante como hombre de confianza del duque de Osuna, al que sirvió en misiones diplomáticas delicadas y en asuntos de todo tipo, por ejemplo como embajador ante el papa Pablo V (19 de abril de 1617); como enviado especial para entrevistarse con el Monarca en El Escorial (agosto de 1617); como agente que preparaba (durante 1617) la boda del marqués de Peñafiel, primogénito del duque de Osuna, con la hija del duque de Uceda; como encargado de llevar (1615) las contribuciones del Parlamento de Sicilia, y sobre todo de Nápoles (1617) a la Corona... Es una leyenda, sin embargo, todo el episodio de la Conjuración de Venecia (18 de mayo de 1618), pues Quevedo no estaba en aquella república cuando se produjo la revuelta en la que, entre otras cosas, se quemó un muñeco con su efigie, como uno de los enemigos de los venecianos, lo que dice mucho de su cercanía con el duque de Osuna. Si Quevedo viajó a Venecia de incógnito, fue en fecha anterior.
Un rico epistolario, parcialmente conservado, muestra la cercanía del duque y del escritor, los pocos escrúpulos políticos con los que se actuaba en la época cuando se trataba de obtener algo y el entusiasmo con que prendieron en Quevedo los empujes bélicos del virrey para enfrentarse a los venecianos, por ejemplo, metiendo la flota napolitana en el Adriático. Ese mismo epistolario, utilizado como prueba, salió a relucir en los procesos que siguieron a la muerte de Felipe III (21 de marzo de 1621) contra el clan de gobernantes anteriores (el padre Aliaga, duques de Uceda y de Lerma, duque de Osuna...). Pero para entonces (1621), Quevedo ya había caído en desgracia y, a instancias del duque de Uceda, que le encontraba “desapacible para los negocios”, había abandonado la compañía de su amigo y protector para volver a Madrid, de manera que no padeció directamente las convulsiones del cambio de virreinato en Nápoles, ni se hallaba al servicio del Gobierno cuando Felipe III enfermó, murió y se produjo el ajuste de cuentas con todo el Gobierno anterior: prisiones del duque de Osuna y sus servidores; ajusticiamiento del marqués de Siete Iglesias, destierro del duque de Lerma, enjuiciamiento del duque de Uceda, etc.
Quizá esa circunstancia le salvó de consecuencias mayores, de manera que apenas sufrió un breve destierro, por orden expresa del joven Monarca, a La Torre de Juan Abad, cuando la Junta para la Reformación de las Costumbres se ocupó de su caso, señalando que llevaba vida licenciosa, que vivía con “las Ledesmas”, de las que tenía hijos y que lo mejor sería que se fuera a ese “lugar que tiene”, apostillaba de su puño y letra el joven Monarca.
La Torre de Juan Abad es un lugar pequeño, entre andaluz y manchego, a unos 20 kilómetros al sur de Villanueva de los Infantes. Censos, ventas y deudas del lugar habían ido a parar a comienzos de siglo a la madre de Quevedo; con el tiempo esa deuda hizo posible que el escritor obtuviera, mediante una operación típica de aquellos años, el “señorío” del lugar, de modo que al cabo de su período diplomático en Italia (1613-1619), Quevedo había escalado dificultosamente un grado de la pirámide cortesana: la obtención del hábito de Santiago, solemnemente entregado (el 8 de enero de 1618) por el duque de Uceda en las Bernardas (con ese hábito le retrataron Velázquez — alguien de su taller— y Pacheco); y muy poco después, el “señorío” de La Torre de Juan Abad. Además de regentar la escribanía, el molino, la carnicería, etc., Quevedo nombraba alcaldes y alguaciles, tenía lugar preeminente en la iglesia, y poseía allí unas casas, destruidas hacia 1995 para “levantar una casa de cultura”.
Será su lugar de destierro, pero también su refugio durante largos períodos, en la cercanía de buenos amigos de Beas del Segura y otros lugares colindantes, particularmente cerca de la red nobiliaria andaluza.
El cambio de reinado le inspiró Grandes anales de quince días, que difundió al mismo tiempo que la primera versión de un denso tratado, Política de Dios.
Desde entonces, su tarea como hombre público fue extensa, dispersa y compleja, pues el primer destierro sólo le duró hasta la llegada del príncipe de Gales (1623), que echó por los suelos todos los buenos propósitos de austeridad. Quevedo volvió a la Corte como escritor brillante y personaje público del que se podía valer Olivares.
Realmente entre 1625 y 1628 las relaciones entre Quevedo y el conde-duque fueron más que excelentes: el poeta recibió en su señorío a los cortesanos camino de su viaje a Andalucía (1625), de cuya comitiva también formaba parte; festejó al privado en romances encomiásticos, le aduló en comedias palatinas (Cómo ha de ser el privado), redactó entonces dos soberbios poemas extensos, el Sermón estoico de censura moral y la Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos... (“No he de callar por más que con él dedo...”), que se suelen leer como una sátira contra el conde-duque, cuando en realidad se trata de una defensa poética de sus medidas reformistas. El escritor terminó por vender su pluma para un libelo contra el conocido economista granadino Lisón de Biedma.
Antes de llegar al Chitón (1631), cuando se inicia el declive de su relación con Olivares, Quevedo volvió a acompañar a la comitiva real a las Cortes de Monzón (1626), y ese viaje —por connivencia del autor con los editores o por otras circunstancias— ha dejado un reguero de publicaciones, las primeras publicaciones (aparte el epítome a la Vida de Tomás de Villanueva, de 1620, que le encargaron los agustinos recoletos de Madrid) de sus obras más conocidas (El Buscón, los Sueños, Política de Dios...), aparecidas en Zaragoza, Gerona, Barcelona, Pamplona, Valencia..., al parecer sin su autorización, de manera que cuando volvió a Madrid (abril de 1626) hubo de enfrentarse a todo tipo de censuras y ataques, sobre todo los de un prestigioso jesuita, el padre Pineda (será uno de los redactores del Índice de Libros Prohibidos) contra Política de Dios, lo que le llevó a preparar ediciones expurgadas de algunas obras (precisamente de la Política), a reunir en un volumen sus escritos festivos más conocidos —los Sueños— y publicarlos con el significativo título de Juguetes de la Niñez y Travesuras del Ingenio (preliminares de 1629, aparecidos en 1631), mientras, con una actividad calculada y precisa, se movió en los entresijos de los poderes (la Corte, la Inquisición, etc.) para frenar a sus opositores. Por eso se autodelató a la Inquisición, señalando cuáles eran las obras que reconocía por suyas (entre las muchas que faltan en esa lista se encuentra El Buscón); retocó pasajes que podrían parecer alusiones veladas al escándalo de las monjas de San Plácido; retrasó la aparición de sus obras a la espera de que primero se publicase el Índice de Libros Prohibidos... (de 1631); dedicó las obras de fray Luis de León (edición prínceps) a Olivares...
Todo ello en un clima cortesano cada vez más enrarecido y peligroso, en donde la pugna soterrada entre Gobierno e Inquisición se cruzaba con la mucho más evidente entre nobleza y privado, en tanto se agudizaba el problema con los “marranos” portugueses, que habían aumentado su papel como agentes financieros de la Corona. Quevedo tenía además la extraña virtud de opinar ásperamente sobre todo lo que asomaba como asunto público, hasta el punto de que se le puede considerar como modelador de la conciencia colectiva de “lo español”, de modo que al mismo tiempo que se estaba poniendo en entredicho la política del privado, el autor saltaba a defender con pasión el patronazgo de Santiago (1628) en dos escritos enérgicos contra el copatronazgo de santa Teresa; o se empeñaba en contrarrestar la veneración que a la muerte de Góngora (1627) se había desatado en torno a su obra, poniendo en circulación textos poéticos diversos (no sólo las poesías de fray Luis de León; también las de Francisco de la Torre) y opúsculos festivos nuevos (La Culta Latiniparla).Y, sobre todo, abanderó con sus mejores armas de escritor la inquina popular contra los judíos.
No es de extrañar que por esa actitud su figura terminase por molestar a unos y a otros y sufriera nuevos destierros a La Torre, puesto que no era posible que dejase de escribir de todo, lo que “más parece gana de disputar que de buscar la verdad”, como señala otro de los prohombres del gobierno, Antonio de Villegas, pariente suyo. Quizá esa rebeldía de fondo fue empañando sus relaciones con Olivares, cada vez también más suspicaz y necesitado de apoyos incondicionales, que la nobleza le iba negando descaradamente.
Durante el otoño de 1628, desterrado en La Torre, redactó Lince de Italia, un extenso papel en donde se analiza la política española en Europa, y se sugiere que se utilicen sus conocimientos en tareas diplomáticas.
La obra debió surtir efecto, pues volvió a Madrid, llamado por el cardenal Trejo (diciembre de 1628), presidente del Consejo Real, para algún empeño oficial, o para muchos, como insinúa Novoa, entre ellos para encargarle la propaganda a favor de las medidas económicas del conde-duque, sobre todo las que manipulaban el valor de la moneda de vellón. El Chitón de las Tarabillas (1631, con pie de imprenta falso y sin su nombre) es el resultado de esa propaganda; también es el final de la colaboración entre el escritor y el Gobierno de Olivares, que desde entonces no hará más que deteriorarse, hasta terminar en un enfrentamiento. No es de extrañar que, durante los años sucesivos (1632-1634), el escritor se acogiera nuevamente a un neoestoicismo que le permitiera resolver problemas y amarguras de modo literario y filosófico. Siempre fue en Quevedo —desde su lejana e insignificante correspondencia con Justo Lipsio (1606)— un refugio el acompasar su pensamiento cristiano a la ataraxia de los clásicos estoicos, sobre todo Séneca. La Cuna y la Sepultura, una de sus obras neoestoicas mejor acabadas, se dedicó en 1633, casi al tiempo que uno de los ataques más feroces del escritor contra judíos: Execración por la fe católica contra la blasfema obstinación de los judíos que hablan portugués... (firmado el 20 de julio de 1633), que, como el título ya sugiere, ha de contextualizarse y referirse a los marranos portugueses, con oblicuas referencias a los procesos contra judaizantes que habían conmocionado la Corte. De los remedios de cualquier fortuna se terminó en agosto de 1633; la falsa traducción de la Introducción a la vida de devota, de Francisco de Sales, en 1634; la edición de Epicteto y Phocílides (escrita en 1609) se publicó en 1635. Así se llega a la redacción de una de las obras más amargas de Quevedo, Virtud Militante (1635), que coincide, no parece que por casualidad, con las bodas del autor, también de ese año. Así es, el escritor, misógino emblemático, más por su obra (“mujer que dura un mes se vuelve plaga”) que por su vida, más por sus sátiras que por su intenso cancionero amoroso, cedió a las presiones de la mujer del conde-duque y de otros nobles, particularmente del duque de Medinaceli, su protector y mecenas en esos momentos, que le habían buscado una mujer adecuada a sus condiciones, para atemperar su vida: la viuda de Cetina, una cincuentona de la baja nobleza aragonesa. En aquella villa aragonesa casó en 1634. La documentación dice que no convivió con ella más de dos semanas, que luego no dejó rastro en el autor y que, a su muerte (1642), el escritor —entonces en la cárcel— no reaccionó de ninguna manera, si es que llegó a enterarse.
Durante el año siguiente, 1635, Quevedo recuperó el vigor de escritor político para añadir su pluma a las de tantos que increparon al serenísimo Luis XIII, cuando declaró la guerra a España. La Carta a [...] Luis XIII se editó más de una docena de veces durante aquel año, alguna de ellas con dinero y reconocimiento oficial, lo que aliviaría al escritor de las censuras y críticas que estaba recibiendo, entre las cuales se encuentra El retraído, de Juan de Jáuregui; y El tribunal de la Justa venganza, un extenso libelo, antipersonal y contra toda su obra, organizado, si no totalmente escrito, por uno de sus viejos enemigos, el maestro de esgrima Luis Pacheco de Narváez. Al mismo tiempo que esta actividad pública, el escritor escribió y probablemente difundió en manuscritos otras muchas cosas más, La anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu, La perinola, etc. Entre todas ellas, su sátira en prosa más lograda, La hora de todos y la Fortuna con Seso (¿1632-1635?), que sólo se publicará póstuma y que contiene feroces ataques al conde-duque (La isla de los Monopantos), sobre todo por su permisividad con los judíos portugueses, en medio de una visión grotesca y delirante del mundo político.
Entre 1636 y 1639 Quevedo vivió aparentemente apartado de la política, incluso con largas estancias en su señorío manchego, pues le molestaban los festejos del nuevo Palacio del Buen Retiro (a cuya inauguración, en 1633, había acudido con Lope de Vega). La correspondencia (muy importante la que cruzó con Sancho de Sandoval y con Francisco de Oviedo), sin embargo, lo muestra activo, preocupado, alerta, al tanto de todo lo que estaba ocurriendo en la Corte y de las noticias que le llegaban de Europa. Eran los años de redacción, además, de dos extensas obras de pensamiento político, que se publicarán mucho más tarde: la segunda parte de Política de Dios y el Marco Bruto.
El 30 de diciembre de 1638 Quevedo escribió a su amigo y vecino —en Beas de Segura— Sancho de Sandoval, comentándole desastres políticos y anunciándole que viajaba a Madrid, por orden del duque de Medinaceli. El 31 de enero se encontraba en Madrid, después de haber comprobado, durante el viaje, la movilización general. Dos deliciosos romances sobre la pragmática de no taparse las mujeres y sobre los cabellos cortos pueden datarse de esa primavera.
En la carta fechada el 31 de mayo de 1639 se analiza la situación política y se pide al corresponsal que “la rompa luego”. Es la última noticia directa que se tiene del escritor antes de que el 7 de diciembre de 1639 fuera detenido en las casas del duque de Alba, alquiladas por el duque de Medinaceli, que le alojaba, y llevado sigilosamente al Convento de San Marcos de León, como caballero del hábito de Santiago. Los historiadores han comentado prolijamente razones y circunstancias que pudieron motivar la prisión de Quevedo, hasta entonces figura intocable y prestigiosa, con la que hasta la Inquisición usó de salvedades y permisiones a nadie más permitidas (Eugenio Asensio). Es indudable que la prisión del escritor tenía una base política, que se adornó con la culpa por sus escritos satíricos; pero hubo de formalizarse, a través de una acusación oficial, que se encomendó al duque del Infantado. Con ese instrumento en la mano se pudo encarcelar al escritor y, probablemente, desterrar al duque de Medinaceli.
Lo que todavía queda por ver es hacia dónde se encaminaban las insidias políticas de Quevedo, azuzado, sin duda, por su prestigio entre la nobleza disidente (“le escuchaban embobados”, dice uno de sus detractores). Si las primeras apariencias señalan a un “entendimiento con franceses”, es decir, a un delito de traición; las mismas apariencias, leídas con mayor refinamiento (el nuncio, el embajador francés...) apuntan hacia una intromisión del escritor y de otros círculos en la política interna de Francia, en un momento en que el conde-duque necesitaba controlar todos los hilos de la actuación de su gobierno, es decir, Quevedo hubiera ido más allá que el propio Gobierno, incluso maquinando traiciones “contra” Francia, al margen de la diplomacia oficial.
En la cárcel pasó casi cuatro años, envejecido y enfermo, mientras redactaba sus últimas obras meditativas y neoestoicas (Providencia de Dios, El Job, La caída para levantarse...), componía romances festivos, escribía patrióticamente contra portugueses y catalanes o releía a los clásicos. Sólo consiguió la libertad en el verano de 1643, meses después de la caída del conde-duque de Olivares, a instancias de un viejo conocido suyo, Juan de Chumacero, el nuevo presidente del Consejo Real.
Volvió a Madrid, en donde pasó un año, “aprendiendo a andar”, arreglando sus asuntos e imprimiendo algunas de sus obras (Marco Bruto, La caída para levantarse), para retirarse nuevamente a La Torre, en donde trascurrió el último año de su vida, esperando recobrar la salud para recoger sus poesías y editar su obra, mientras meditaba sobre la decadencia de España y las miserias de la condición humana, ahora que las padecía tan dolorosamente. Un precioso epistolario guía a través de esos meses, cuenta su enfermedad, sus ilusiones, sus esperanzas y, finalmente, su abandono. Trasladado al Convento de dominicos de Villanueva de los Infantes, allí murió en septiembre de 1645. No se sabe con certeza dónde descansan sus restos.
Pablo Jauralde Pou
Suscríbete a nuestra newsletter y mantente informado de las actividades y eventos de Fundación Ibercaja.