Motril (Granada), 22.X.1778 – Madrid, 22.I.1848
Poco a poco, a medida que avanzamos en las fases del desconfinamiento, empieza a recuperarse el movimiento entre provincias y regiones en España. Durante semanas, los límites entre esas demarcaciones han sido barreras infranqueables con objeto de detener la difusión del virus.
Hoy queremos recordar a quien estableció la organización territorial de España: el político y escritor Francisco Javier Burgos y del Olmo, ministro de Fomento en 1833 con la reina María Cristina de Nápoles, viuda de Fernando VII que quedó como gobernadora del reino durante la minoría de edad de su hija Isabel II. Javier de Burgos puso en marcha reformas administrativas como la división territorial de España en provincias, publicada el 30 de noviembre de ese mismo año 1833, y vigente en la actualidad con la única excepción de Canarias, que originalmente constituía una sola provincia.
Nació en el seno de una familia hidalga, de posición social acomodada gracias a sus propiedades y negocios. Antes de cumplir los diez años, su padre le envía a Granada para que comience la carrera eclesiástica, ingresando como colegial en el colegio seminario de San Jerónimo, donde recibió una sólida formación clásica, ya que a tan temprana edad estudia a Cornelio con notas, Ovidio con notas, Selectas de Cicerón..., algo que tendrá importancia en su desarrollo como escritor.
Los años que pasa en Granada son decisivos en su interés por la literatura y, en contrapartida, en el abandono de la carrera eclesiástica. Deja de opositar a una canonjía vacante y para 1797 tiene claro que no quiere ser clérigo y empieza a manifestarlo con hechos y por escrito. Se fuga del seminario, se viste de forma chocante para sus colegas seminaristas y lo dice en cartas continuadas a su padre. A comienzos de 1798 rompía definitivamente el proyecto eclesiástico paterno e iniciaba el camino de buscar empleo en la administración del Estado.
En febrero de 1798, Francisco Javier Burgos marcha a Madrid con ese objetivo, amparado en la regular fortuna de su padre y en las posibles amistades que pudieran influir en el complejo mundo de la Administración del Antiguo Régimen. Los años pasados en Granada sirvieron para que iniciara y profundizara una “carrera literaria”, que acabará siendo una de las pasiones de su vida, pero ahora, en Madrid, se encontrará por vez primera con los problemas de su tiempo, un tiempo nada fácil que es preciso tener en cuenta. En la capital percibe la situación política que está viviendo el país y también tendrá el primer contacto con la Administración de la época. Ambas cosas se entremezclan teniendo como hilo conductor a la literatura, pues una de las primeras personas que conoce al llegar es Juan Meléndez Valdés, cuya significación cultural y política simbolizan bastante bien la difícil coyuntura de los tiempos. Burgos llega a Madrid cuando ha comenzado la cuenta atrás de la Monarquía del Antiguo Régimen, la Monarquía de Carlos IV, cuyo reinado hay que incluirlo en la onda de la Revolución francesa. A lo largo de 1798, Burgos reconoce el dominio político de Manuel Godoy, pero es el año en que los amigos de Meléndez suben, por pocos meses, al poder (Francisco Saavedra, Jovellanos, Mariano Luis de Urquijo…).
La influencia de Meléndez sobre el joven motrileño no sólo fue literaria, sino también ideológica: un pensamiento ilustrado avanzado, partidario de las reformas necesarias, alejado tanto de la caótica paralización de la Administración, que tuvo que soportar en la búsqueda de un puesto, como de la ruptura revolucionaria que se acercaba. La caída del Gobierno en el que estaba Jovellanos bloqueó definitivamente sus apetencias de un trabajo administrativo y a comienzos del nuevo siglo regresa con su familia a Motril.
En su pueblo puede, al fin, hacerse un hueco en las instituciones gracias a las influencias de su padre: llegó a ser regidor perpetuo y alguacil mayor de la Real Justicia de Motril. En 1806 se casó con María de los Ángeles del Álamo, y en todo el tiempo que pasa en su ciudad madura su posición política de reformismo ilustrado que le marcará decisivamente para los tiempos y la crisis que habían de venir. Unos tiempos caracterizados por la crisis económica e institucional de la Monarquía de Carlos IV, por los desastres de la política exterior (Trafalgar en 1805) y las imposiciones napoleónicas. De modo que no es de extrañar el crecimiento de la oposición contra Godoy, que actuará primero en la denominada conjunta de El Escorial (octubre de 1807) y después en el motín de Aranjuez (marzo de 1808). Fue el final de la carrera política de Godoy y de Carlos IV como Rey, pues abdicó en su hijo Fernando. Pero cuando el nuevo Rey entra en Madrid, Murat ya estaba allí y, respondiendo a la política de Napoleón, decidió mantener abierta la crisis dinástica. Aranjuez, por tanto, no resolvió el pleito simbolizado por Godoy. Todo quedaría desenvuelto en Bayona, triste colofón a las estructuras políticas del Antiguo Régimen.
En el dramático trance que afrontaba el país hubo que tomar partido. Un sector importante, por su calidad más que por su cantidad, lo hizo a favor de la Monarquía impuesta por los franceses, la de José I Bonaparte. Fueron los “afrancesados”, y Javier de Burgos, junto con algunos miembros de su familia, formó parte de ellos. Está claro que las diferencias entre liberales y afrancesados hacen referencia al compromiso político de unos y otros: rupturista y revolucionario en los primeros, y continuista en los segundos. En 1808 buena parte de los ilustrados, aunque no todos, formaron el núcleo fundamental en cantidad, y sobre todo en calidad, del partido josefino.
Defendían el mantenimiento de la Monarquía como forma de gobierno, sin compromiso dinástico alguno, y el reformismo como el camino más adecuado de desarrollo político. Para estos afrancesados, la Monarquía de José I era una garantía de reformas y modernización del país. Azanza, O’Farrill, Llorente, Cabarrús, Meléndez, Urquijo, Sempere y Guarinos, Amorós, Lista, Salvador Miñano y Javier de Burgos fueron servidores de José Bonaparte. Vivir bajo esta Monarquía, constitucional pero autoritaria, era la oportunidad de poner fin a la Monarquía del Antiguo Régimen y, también, el momento de construir con reformas un Estado de derecho. No obstante, el espejismo estuvo en que la garantía de los afrancesados descansaba en un ejército extranjero más atento a sus necesidades estratégicas, logísticas y tácticas que a cualquier otra consideración.
En 1810 Burgos es nombrado subprefecto de Almería y en junio ya está desempeñando el cargo. Su labor en esta ciudad andaluza constituye un ejemplo de esa ilusión contradictoria que representaban en sí mismos los afrancesados. El primer encargo que recibe fue requerir al ayuntamiento almeriense para la formación de una lista de vecindario con todos los datos de su estado y rentas; una información que serviría para el mantenimiento del ejército francés.
Participó igualmente el nuevo subprefecto en un amplio proyecto de reforma administrativa: la reestructuración de los ayuntamientos, limpiándolos de la multitud de puestos y cargas tradicionales. La inestabilidad de los tiempos le impidió desarrollar actividades a medio plazo y solicitó finalmente ser trasladado a Granada por motivos de salud. Pero la situación en la capital de la Prefectura en 1812 era, desde el punto de vista económico, peor que la de Almería. En Granada presidió la Junta de Subsistencia hasta la marcha de los franceses, con nulas posibilidades de hacer cosas.
En Almería y Granada, Javier de Burgos tuvo una actitud de prudencia, tanto que pudo reunir, restablecida ya la Monarquía absoluta de Fernando VII, suficientes testimonios para hacerse perdonar. Ahora bien, la opción y el compromiso políticos adquiridos en este tiempo estarían presentes a lo largo de toda su vida para bien y para mal. Su visión conservadora de la política y su fascinación por el racionalismo administrativo francés serán una constante, igual que su oportunismo, al ofrecerse al nuevo Rey. Al fin y al cabo, por encima de legitimidades, estará su rechazo de la revolución liberal. Tuvo que marchar al exilio en Francia, donde permaneció durante tres años, entre Montpellier y Marsella, con problemas económicos e imaginando transacciones comerciales de productos motrileños para el mercado francés, pero igualmente volviendo siempre a la literatura: prepara la versión castellana de la obra de Horacio. Y además, prepara su regreso a España, pero no por vía de la conspiración o del pronunciamiento contra la Monarquía absoluta, sino por la aceptación de hecho de esta misma Monarquía. Regresó a España antes que otros y hay constancia de que en 1817 estaba establecido en Jaén, desde donde suplicó al Rey la clarificación de su situación política. No encontró las facilidades que pensaba y su proceso de purificación duró casi dos años, pero a finales de 1819 estaba rehabilitado y en Madrid.
En realidad su vuelta a España va a suponer hasta 1820 la continuidad del ostracismo político a que se vio obligado por su compromiso afrancesado. Se dedicó a su afición literaria a través de las páginas de la Miscelánea de Comercio, Artes y Literatura, publicación periódica redactada casi en su totalidad por su pluma. Desde esas mismas páginas dio la bienvenida a la situación liberal abierta por el pronunciamiento de Riego, que significó su regreso a la militancia política, aunque limitada, por las suspicacias que levantaba su afrancesamiento en el pasado. No obstante, estuvo cerca de las posiciones del sector más conservador del liberalismo y formó parte de la sociedad El Anillo de Oro, junto con Francisco Martínez de la Rosa, Manuel José Quintana, el príncipe de Anglona, el duque de Frías, entre otros.
El restablecimiento de la Monarquía absoluta en 1823 significará también el restablecimiento pleno de Javier de Burgos como político al servicio del Estado.
En efecto, uno de los problemas más graves de la nueva situación política era la quiebra financiera: en 1823 se había realizado una operación de empréstito con la casa Gebhard de París, por un capital nominal de trescientos treinta y cuatro millones de reales. El Gobierno envió a Burgos a la capital francesa para activar este empréstito tan necesario a la maltrecha Hacienda española. Era una coyuntura compleja que, sin embargo, resultó favorable al escritor y político motrileño. En París conoció al banquero Alejandro Aguado, hizo negocios con él y, al mismo tiempo, resolvió el atasco del crédito para la Monarquía fernandina. Desde Francia, además, tendría un observatorio excelente para juzgar la situación española: a comienzos de 1826 envió a Fernando VII una Exposición, que es un diagnóstico bastante acertado sobre la España de aquel momento. Pide la reconciliación política de los españoles, condición sin la cual no se saldría de la crisis, y naturalmente pide al Rey una amnistía para facilitarla, y sugiere una nueva organización administrativa de la nación, porque “hay una multitud de instituciones aplicables tanto a los gobiernos absolutos, como a los representativos, tanto a los legítimos como a los usurpadores”.
París fue también una plataforma privilegiada en lo personal para él, porque labrará su fortuna, a la que hay que sumar la herencia de su padre, traducida en la compra de fincas en Guájar (Granada) y Motril, de modo que ya era rico cuando vuelve de la capital francesa en 1827. Además, será recompensado por su gestión en el extranjero con puestos y honores importantes de la Monarquía absoluta: Cruz de Carlos III, miembro de la Junta de Fomento de la Riqueza del Reino, con un sueldo de 40.000 reales, y varios cargos honorarios (por ejemplo, intendente de la Marina).
Ingresó en 1828 en la Academia Española. Persona de influencia y relaciones que aunaba, con cánones muy ortodoxos, la política y los negocios, amplió sus propiedades considerablemente y junto con banqueros (primero Aguado y después Remisa) participó en la empresa del Canal de Castilla.
El 29 de septiembre de 1833 se anunciaba la muerte de Fernando VII. Su viuda, la reina María Cristina de Nápoles, quedó como gobernadora del reino durante la minoría de edad de su hija Isabel II. El 4 de octubre la gobernadora daba un manifiesto al país, rechazando en principio las reformas políticas y propiciando, por el contrario, las reformas administrativas, “únicas que producen inmediatamente la prosperidad y la dicha”. Javier de Burgos fue nombrado el 22 de octubre de 1833 ministro de Fomento en el Gobierno que presidía Cea Bermúdez con el encargo de poner en marcha esas reformas administrativas. El 30 de noviembre de ese mismo año se publicaba el decreto por el que se establecía la división territorial de España en provincias, acompañaba a esta importante disposición otro decreto creando los subdelegados y demás funcionarios de Fomento que habrían de trabajar en las provincias. En diciembre se publicó en la Gaceta una Instrucción para los subdelegados, que ha sido muy alabada por los defensores de las medidas administrativas de Burgos. El análisis de esta Instrucción pone de manifiesto la continuidad del pensamiento reformista del ministro de Fomento, con puntos de coincidencia con el reformismo liberal.
Pero la situación de España en ese invierno de 1833-1834 no requería sólo reformas administrativas, por muy importantes y acertadas que éstas fueran, sino un cambio político hacia un sistema liberal, verdadera contrapartida del absolutismo ahora representado por los carlistas sublevados. Así lo entendió un sector del Ejército (los generales Quesada y Llauder), que presionó a la Reina gobernadora para que cambiara el gabinete. El 13 de enero de 1834 se nombraba a Francisco Martínez de la Rosa nuevo presidente del Consejo, un nombramiento que llevó a Javier de Burgos a presentar la dimisión el mismo día que la Reina sancionó el texto del Estatuto Real (10 de abril de 1834). Con el cambio de situación política se iba a iniciar un proceso de persecución política contra él por su colaboracionismo con la Monarquía fernandina, especialmente por el asunto del empréstito Gebhard.
Casi fue expulsado del estamento de próceres y en octubre de 1834 se volvió a exiliar a Francia. Este nuevo exilio fue prolongado y levantó sospechas de conspirar contra los gobiernos progresistas, pero es poco probable que se uniera a las tareas conspiratorias de algunos sectores del moderantismo, en las que participaban el general Córdova o Zarco del Valle, e incluso algún colega afrancesado, como Miñano; es más seguro que apoyara financieramente a los carlistas. No volverá de Francia hasta finales de julio de 1840 y se establecerá en Granada.
En Granada se dedicó sobre todo a escribir poesía y biografías de literatos, que le sirvieron para desarrollar sus ideas estéticas, y exponer y madurar su pensamiento administrativista. La tribuna del Liceo Artístico y Literario y su órgano de expresión, la revista La Alhambra, serán sus instrumentos. Entre sus obras, destacan especialmente sus Ideas de Administración.
En octubre de 1843 estaba de nuevo en Madrid.
El nuevo cambio político que se avecinaba significará para sus últimos años de vida el reconocimiento de su labor en el pasado. Fueron su último triunfo, porque los moderados con el liderazgo de Narváez empezaron a poner en práctica las ideas desarrolladas desde hacía tanto tiempo por Javier de Burgos. A pesar de los años y los achaques, se reintegró plenamente a la vida política. Intentó ganar las elecciones para diputado a Cortes, pero fracasó. No obstante, fue designado senador y presidió la comisión parlamentaria que dictaminaría la reforma hacendística moderada, unida finalmente al nombre de Alejandro Mon. Todavía sería nombrado ministro de la Gobernación en el gabinete Narváez de marzo de 1846, pero fue un gabinete muy efímero, de días: Javier de Burgos fue nombrado el 16 de marzo y cesó el 5 de abril siguiente.
Las turbulencias políticas y diplomáticas del problema de buscarle marido a la Reina estaban en el fondo de esta inestabilidad.
Burgos murió el 22 de enero de 1848, seguramente con la satisfacción de encontrarse con un sistema político muy próximo a sus ideas, pero sobre todo con el placer estético, muy suyo, de oír en los últimos momentos de su existencia la lectura de los Evangelios en latín, “que me gustan más”.
Juan C. Gay Armenteros
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