Gerona, 12.V.1775 – Zaragoza, 23.XII.1814
La vida de Consolación Azlor estuvo marcada por la Guerra de la Independencia y la defensa de la ciudad de Zaragoza. En el primer sitio a la capital aragonesa, los franceses bombardearon el Hospital de Nuestra Señora de Gracia, en el que había más de 2.000 personas, entre enfermos y niños. Consolación no se lo pensó dos veces y entró en el edificio en llamas para intentar rescatar a cuantos pudiera.
Ya durante el segundo sitio de Zaragoza, permitió que muchos enfermos afectados por la epidemia de tifus que afectaba a la ciudad vivieran en su palacio. También se ocupó de pagarles todo lo que necesitasen de la botica, provocando su ruina económica. Consolación Azlor nos permite recordar también a aquellas personas que están ayudando desinteresadamente a enfermos o personas vulnerables durante la actual pandemia COVID-19.
Hija de Manuel Azlor y Urríes Virto de Vera, jefe de la rama menor del ducado de los Villahermosa, y de Petronila Tadea de Villavicencio y Villavicencio, perteneciente a la rama jerezana de los duques de San Lorenzo. La circunstancia de que su padre, militar de carrera, se hallara destinado en Gerona ostentando el cargo de gobernador y regidor de la misma, justifica el nacimiento de la futura heroína en dicha ciudad.
Al poco, el nombramiento de virrey de Navarra ocasionó el traslado de la familia a Pamplona donde transcurrió la infancia de Consuelo hasta el fallecimiento de su progenitor, lo que motivó que junto a su madre y hermana Pilar se instalara en Zaragoza, cuna de los Azlor.
Recibió una cuidada educación, en la que no se descuidó el culto a la música, arte y literatura. De carácter vivaz e ingenioso, fue tenida también por una excelente conversadora, muy valorada en los salones de la nobleza zaragozana.
A los diecinueve años, el 12 de mayo de 1794, contrajo matrimonio en la parroquial de San Felipe, con Juan Crisóstomo López Fernández de Heredia, barón de Salillas y IV conde de Bureta, tras ganar el pleito el 4 de mayo de 1795 a su sobrino el conde de Parcent por la sucesión del estado, títulos, mayorazgos y vínculos de la Casa de Bureta. De esta unión nacieron dos hijos, Mariano de los Dolores, el 23 de noviembre de 1798, y María de los Dolores, el 23 de marzo de 1804. El conde de Bureta falleció el 18 de diciembre de 1805, con cuarenta años a causa de un infarto cardíaco, sucediendo su varón en el condado —que al fallecer sin hijos en 1846, continuaría la línea de los condes de Bureta su hermana María de los Dolores, que había casado en Huesca en 1822 con Agustín de Azara y Perera, III marqués de Nibbiano, señor de Lizana y Guadasespe, noble de Aragón, caballero de la real y distinguida Orden de Carlos III, propietario de numerosas tierras y rentas tanto en Aragón como en Italia, hijo y sucesor de Francisco Antonio de Azara, II marqués de Nibbiano, sobrino y heredero del diplomático José Nicolás de Azara, I marqués de Nibbiano, y del naturalista Félix de Azara.
La joven viuda quedó al cargo de la administración de la vasta hacienda y del trámite de los enrevesados y numerosos pleitos en los que se halla comprometida la casa. Sumergida en el complicado mundo procesal llegó a relacionarse estrechamente con la clase togada, entre la que conoció a Pedro María Ric y Montserrat, primogénito del III barón de Valdeolivos, doctor en ambos derechos y alcalde del Crimen de la Real Audiencia de Aragón. Con el tiempo surgió el amor entre ambos, teniendo éste que hacerse a un lado para dar paso a la guerra que tan inoportunamente vino a frustrar los inminentes planes de boda.
La abundante correspondencia mantenida entre Consuelo y su hermana Pilar, residente ésta en Madrid, proporciona valiosa información sobre la inclinación que la condesa toma a favor del partido fernandino, en el preludio de la guerra.
Durante los dos asedios que sufrió la ciudad de Zaragoza, la de Bureta (como se la conocía entre el pueblo llano) tuvo un relevante papel. De su casa palacio salieron abundantes raciones de comida y vino para la tropa que ella mismo ayudó a repartir, llegando a los puntos de mayor peligro para dar enardecidas palabras de ánimo a los defensores.
En el transcurso del primer sitio, en la madrugada del 3 de agosto (1808), el general Verdier manda bombardear el Santo Hospital de Nuestra Señora de Gracia, atestado por más de dos mil heridos y gran cantidad de dementes y niños, Consuelo, junto a otros valientes, entró en el gran edificio en llamas rescatando a muchos infelices del fuego y de los escombros, en una operación que duró casi veinticuatro horas. La penetración, al día siguiente, de los franceses por la parte del Coso, hizo cundir el pánico entre el paisanaje que huyendo en desbandada arroja las armas. Ella, se echó a la calle arengando a los que aún combatían y recriminando severamente a los que daban la espalda al enemigo, conminándoles a coger los fusiles. En tal tarea se hallaba, cuando fueron a comunicarle que los imperiales acechaban las inmediaciones de su casa. Al instante corrió al palacio (donde tenía recogidas mujeres que habían perdido su hogar, religiosos, enfermos y niños) y parapetándose tras un cañón, en la puerta del mismo, esperó a pie firme el ataque del enemigo. De esta guisa la inmortalizaron los profesores Gálvez y Brambila en una de sus famosas “láminas de los Sitios de Zaragoza”.
Tantas penalidades parecieron terminar el 14 de agosto, fecha en la que los franceses levantaron el sitio.
Aprovechando la tregua, el 1 de octubre, en la iglesia de San Carlos, contrajo matrimonio con Ric, por estas fechas regente de la Real Audiencia.
Entre tanto, la ciudad se afanaba en reconstruir las desechas fortificaciones, tarea en la que Consuelo también se involucró, obviando su estado de buena esperanza, lo que la llevará a sufrir un aborto.
La presencia francesa se manifiesta de nuevo en diciembre, dando lugar al segundo sitio. Pese a encontrarse convaleciente halla el modo de ser útil cosiendo, desde su lecho, sacos terreros o rasgando el delicado ajuar para convertirlo en vendas. Cuando pudo ponerse en pie, su menuda figura volvió a hacerse familiar por calles y trincheras animando al combate y repartiendo víveres. A esta actividad diaria hay que añadir el cuidado prodigado a la cantidad de enfermos que poblaban su casa, afectados por la tremenda epidemia de tifus que asolaba la ciudad, gastando con ellos elevadas sumas de dinero en botica. Tanta generosidad la llevó a vaciar sus despensas, bodega y bolsillo, obligándola a conocer la pobreza.
Tras la capitulación de la ciudad, el 20 de febrero de 1809, Ric, con fundado temor a las represalias, tiene que sacarla de Zaragoza poniéndola a salvo en su casa natal de Fonz (Huesca) donde, en breve, se reunirá con ella y los niños.
Los franceses, dueños de Huesca, se dejaban ver por las inmediaciones de Fonz, visión que le hizo concebir, lo que llamó “una bonita idea”. Con la inestimable ayuda de su marido, para su puesta en marcha solicitó la ayuda de la guerrilla y de todos los foncenses, a los que levantó en armas, consiguiendo derrotar a varias columnas, que previamente fueron atraídas hacia el río. Este enfrentamiento se conoce como la batalla del Cinca, saldándose con ochocientas ochenta y una bajas francesas y la captura de seiscientos prisioneros.
De tierras altoaragonesas emprende la familia un largo periplo que les llevará a Cádiz, destino de Ric como diputado a Cortes por Aragón. Allí vivirán pobremente en una única habitación donde cuida de los suyos y de la pequeña Pilar, nacida durante el viaje, en la ciudad de Valencia. La triste situación por la que pasan la obliga a comprar de fiado, porque el sueldo del diputado no llegará. Su estado de ánimo, por las circunstancias de la guerra, no es mejor y, según escribe, viste exclusivamente de negro, negándose a asistir a fiestas y saraos, porque le parece del todo inadecuado participar en diversiones cuando tantos patriotas están muriendo en defensa de España.
Liberada Zaragoza, llegan a la ciudad en octubre de 1813. Pese a hallar su casa saqueada vive dulces momentos, en los que tiene el honor de recibir a Fernando VII anunciándole que en sus entrañas lleva un nuevo defensor de la corona, noticia que el rey acoge proponiéndose como padrino de lo que venga.
Llegado el momento del parto éste se complica terriblemente sin que el doctor, Joaquín Lario, pueda hacer nada por salvar la vida del niño. La madre queda debilitada. La enorme pérdida de sangre y la infección contraída le merman las defensas, acabando con su vida diecinueve días después. La noticia del fallecimiento llenó de dolor a los zaragozanos. El multitudinario funeral se celebró en la iglesia de San Felipe, siendo depositados sus restos en el lado del Evangelio, junto a los del niño, colocado cuidadosamente sobre el regazo.
Nuria Marín Arruego
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