Anteayer fotográfico zaragozano
Yo ya no bajo a Zaragoza. Hay mucho personal —decía mi tía Experta— Razón no le faltaba. ¿Quién le iba a decir a esta ciudad que tendría cerca de 300.000 habitantes en 1957?
Pero lo importante no es tanto cuántos cabemos sino cómo nos repartimos, y por las fechas de esta postal empezábamos a caber mal. Los barrios avanzaban apropiándose de lo que antaño fueron campos de labor. En Valdefierro y La Paz se instalaban, a veces desde la más nocturna precariedad, los zaragozanos “nuevos” que iban llegando de los pueblos, mientras que esparcidos por otras zonas previamente urbanizadas se iban añadiendo bloques de viviendas, unos elegantes, otros algo menos. A la vez en Oliver, en el Picarral, en la Avda. América, junto al camino de la Mosquetera o en el extremo de Las Fuentes, se edificaban grupos de viviendas sindicales, todas con nombre de militar.
En los planos que entre 1954 y 1968 distribuirá la Caja de Ahorros, dibujados por Antonio Margalé, Zaragoza parece que se ha desparramado como un paquete de lentejas sobre una mesa de cocina.
Situándonos ya en la fotografía, a esa hora mañanera, de cualquier día laboral, los viandantes no llegan al centenar. Por el paisaje apenas circulan tres tranvías, un trolebús, media docena de vehículos particulares, un carro y dos bicicletas. Una hilera de taxis aguardan estacionados al pie de las escaleras del Paraninfo.
La estampa resulta amable, paradisíaca casi si la valoramos con nuestros criterios del siglo XXI. No obstante, no nos engañemos. De preguntarle a cualquiera de esos diminutos peatones fotografiados cabe que bastantes calificasen de insoportable el ruido, el trajín y el amontonamiento en las paradas de tranvía. Y sobre todo, el tráfico. Cómo será que el Ayuntamiento se ha visto en la necesidad de situar en el centro de la plaza a un guardia urbano que evite el caos.
Todos ellos ignoran, el agente municipal también, lo poco que tardará la ciudad en convertirse de verdad en estresante, hasta “agresiva”. Sin alcanzar todavía la mítica escena de Martínez Soria su ferocidad asustará a los forasteros, aunque no respondan al tópico portando un pollo, tal es el caso de mi tía.
Pero la fotografía tiene de bueno que es silenciosa. Así que permítaseme “entrar” en ella por el cielo, que el de ese día parecería azul y despejado. Los montes al fondo podrían ser los de Cadrete o Valmadrid vistos desde alguna de las ventanas más altas, o puede que desde la terraza, del Banco Central (antes “de Crédito”), en el n.º 30 de Independencia, gigantesco inmueble donde un par de otoños atrás el “Ambos Mundos” había dejado de servir cafés y grosellas.
Muy a la izquierda, bajo la línea de los montes, con aires de castillo asoma entre los tejados la torre de San Antonio, y si desde ahí mismo nos movemos hacia la derecha topamos con el remate en forma de templete del edificio de Sagasta esquina con Gascón de Gotor. Se le superpone, aunque mucho más acá, el colegio del Sagrado Corazón, donde desde finales del siglo anterior las monjas “francesas” rezan, cuidan de las huertas y educan a las niñas, desconozco si en este mismo orden. Pasa lo mismo con el espectacular complejo de los jesuitas, quienes están aún lejos de saber que sobre el solar donde imparten clases un día se alzará el edificio azul de Ibercaja.
Un detalle para quien mire despacio es el obelisco sito en la glorieta Sasera, con el que en 1909 Ricardo Magdalena homenajeó a los defensores del reducto del Pilar, que fue retirado en 1960, y no se sabe cómo, extraviado. En la acera de enfrente, vecino del paseo que entonces honra al General Mola, se refleja el sol en la fachada de la Confederación Hidrográfica del Ebro.
La mayoría de caserones y hotelitos que escorados asoman a lo largo de esa misma acera ya no están. Fueron novedosos en su día. Hubiesen sido primorosos siempre. Unos antes y otros después serían adquiridos por empresas constructoras. Fueron ellas las que sobre sus escombros crearon el nuevo perfil residencial del que en 1978 volvió a llamarse Paseo de Sagasta. Una vía urbana cotizada, a trechos elegante, pero menos original que la que desde finales del XIX había servido de habitación a una burguesía progresista y convencida de las bondades higiénicas de la vida suburbial.
La presente fotografía tiene su porqué. En la obra de un fotógrafo de postales manda poco la inspiración y mucho el estado preciso de las cosas. Para las editoriales toda novedad exige una fotografía, y este encuadre es especialmente novedoso.
De remontarnos a antes de la guerra el centro de esta vista lo ocuparían los “Campos Elíseos”, una zona de recreo con atracciones de feria y casetas de cine que se extendía aprovechando el aterrazado del viejo velódromo, desaparecido en 1920.
Tras el cubrimiento del Huerva el enclave se había convertido en privilegiado. La familia Royo Villanova, sus propietarios, vendieron el solar a la Caja de Ahorros de Zaragoza Aragón y Rioja en 1942.
No hacen falta tres doctorados en económicas para saber que la coyuntura en ese año no era la ideal. Las cosas estaban francamente mal. Francamente. Ello no fue óbice para que la Caja de Ahorros emprendiese la construcción del que ochenta años después sigue siendo, en mi opinión, nuestro más capitalino edificio.
Meced al arquitecto Teodoro Ríos Balaguer aquella esquina pasó a ser emblemática. El grupo escultórico que adorna el repecho de su ático es una sobria composición de 1945 de Félix Burriel dedicada al ahorro.
Pero al margen de la escultura, la cúspide del rascacielos se mantuvo vacía poco tiempo. En la primera mitad del siguiente decenio la CAZAR encargó a los Talleres Quintana la elevación del rótulo luminoso con el que durante casi treinta este enclave adquirió un aspecto cuasi neoyorquino.
Sobre aquella azotea especialmente castigada por el cierzo, los Quintana, faroleros del Rosario y rotulistas del “Tío Pepe”, instalaron un letrero que se elevaba 30 metros por encima de la terraza. Compuesto sólo por la tipografía realizada a base de tubos de neón, fue electrificado por la empresa de instalaciones Hermanos Alonso. La “C” medía 4 metros.
Cuando en 1976 Ríos Usón dio a conocer la maqueta de la nueva sede de la Caja, en Paraíso, aquél monumental reclamo temió por su supervivencia. Y tuvo razón. La nueva era entendía como agresiva su presencia, de modo que en los ochenta fue desmontado. Contemporáneo a él, en la azotea del edificio esquinero con la calle Arzobispo Doménech, hasta hacía muy poco camino del Sábado, lució otro luminoso, más modesto, anunciando Philips. Justo enfrente, no sale en la foto, el edificio de la proa de Dr. Cerrada anunciaba con idéntico sistema las radios “Inter”.
Antes de bajar de las azoteas aprovecho para seguir con la vista el horizonte hasta topar con la silueta de la “Casa Grande”, bautizada en 1955 como “Residencia Sanitaria José Antonio”, también recién elevada o casi que todavía elevándose. La fina sombra vertical a su derecha es el chapitel de la torre de la Feria de Muestras.
Bajo el letrero, la plaza de Basilio Paraíso ya había tomado la forma ovalada que tantos años perduró, a la espera de que en 1958 se le instale la primera de las dos fuentes ornamentales que de forma consecutiva poseyó y que buenos quebraderos de cabeza le trajeron. En este instante la circunvala un trolebús, posiblemente el que iba y venía al Terminillo, con una publicidad de chocolates Elgorriaga en los laterales. Y ya que me aventuro, supondré también que ese tranvía que a punto está de girar por Calvo Sotelo, hoy Gran Vía, es el que va al parque y que seguirá después hasta Casablanca, donde dará la vuelta. Aún me queda por apuntar que por una reglamentación de 1953 todos los taxis son negros, distinguiéndose por una raya amarilla en los costados.
En la plaza de Aragón son evidentes las ausencias. Son cuatro los edificios desaparecidos de entre los que componen la fotografía, pero fuera de cuadro hay cinco más. Los tiempos y el ejemplo de otras ciudades nos han demostrado que la economía también se puede desarrollar sin metódicas demoliciones. Admitamos que manteniendo aquella deliciosa edificación la plaza podría haber sido igualmente un cogollo financiero, servir de hogar a las clases altas y a la vez sede del comercio más selecto. De hecho su urbanización se la debemos precisamente a esos hotelitos. Antes de eso el óvalo, con Pignatelli en el centro sirvió de polvorienta explanada a la Exposición Aragonesa de 1868. Finalizada esta y una vez parcelados sus aledaños fueron llegando los selectos vecinos haciéndose acompañar por árboles y jardines.
En 1904 se decidió elevar aquí el memorial a Juan de Lanuza. Después, durante medio siglo nadie tocó nada. En los meses achicharrantes (aquí, por la estación, los árboles están sin hojas) los zaragozanos de 1957 paseaban en torno al monumento, se sentaban, “festejaban”, cuchicheaban, se achuchaban arriesgándose a una multa, o saboreaban un helado, esto último, lícito.
Pero en 1962 de nuevo el progreso solicitó al Ayuntamiento licencia de obras. Aseguraba que aquella distribución de los espacios no cumplía con los requisitos mínimos del desarrollo. Ya no es que la Zaragoza provinciana se avergonzase de serlo, a estas alturas también se avergonzaba de parecerlo.
Digamos también que aunque sólo una pequeña parte de los ciudadanos poseía ya un automóvil, bastantes más intentaban poseerlo. Otros únicamente lo soñaban. Con ese pensamiento el Ayuntamiento ejecutó una de las reformas más definitivas de la historia; el paseo de la Independencia perdió su andén central.
Atrás fue la plaza de Aragón, a la que se le privó de su primitivo espacio ajardinado, trasladándolo a los laterales. El eje desde entonces tomó el aspecto de ancha avenida con la que algunos lo conocimos.
Pero esa historia será asunto de otra foto y otro fotógrafo. Y hasta cabría que de otro cronista.
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