Anteayer fotográfico zaragozano
Transcurre una fría mañana de más o menos 1916. Por más que la ciudad, sintiéndose ya “moderna”, pretenda desparramarse, su fluido vital corre impulsado por la plaza de la Constitución.
Cada uno cruza por donde puede, sería una pérdida de tiempo circunvalarla para ir desde el Coso a Independencia, así que se atraviesa diametralmente. Los abrigos denotan si quien los lleva acude a un despacho, a un comercio, al mercado o a una obra. Los pasos son apresurados. Menos en el caso de un zagal que en apariencia duda hacia dónde dirigirse. O que no tiene adónde.
Finalizaba el siglo XVII cuando el suizo Philippe Suchard convirtió en una gran empresa su fábrica de chocolates, y fue en 1901 cuando a alguno de sus herederos se le ocurrió un acrónimo uniendo las palabras alemanas “milch” y “kakao”; “Milka”.
La ruta por la que dicha marca llega hasta los techos de los tranvías zaragozanos la desconocemos, pero tal campaña publicitaria de una firma extranjera en Zaragoza no es asunto baladí, dado que sin salir de la ciudad eran varios, y muy buenos, los fabricantes de tan exótico producto. De hecho en 1913 el chocolatero Joaquín Orús ponía en marcha la soberbia factoría cuyo edificio aún pervive convertido en hotel.
Ni qué decir tiene que los carteles de Orús viajaban en otras líneas de tranvía, y que es obvio que el producto tenía un descomunal mercado debido a su cuasi institucionalización en la sociedad alta y mediana. No obstante, cien años más tarde el chocolate que encontramos en las estanterías de los supermercados es el de color morado y no el de producción local.
Apenas iniciado el siglo Miguel Mur, comerciante de licores, consciente de que la pared de su sobreático era visible desde más allá de la plaza de Aragón hizo pintar en él un rótulo en el que se anunciase su apellido y su negocio.
No tardó en cambiar la leyenda por la promoción del licor “Benedictine”, pues no en vano dicho licor “triunfó” en la “Exposición Hispano Francesa” de 1908.
Al poco, Mur redecoró la fachada de su caserón, pues a pesar del emplazamiento éste siempre fue de factura modesta, añadiéndole detalles en la fachada y una balaustrada sobre la cornisa, adorno que se lució poco ya que el empresario enseguida llegó a la conclusión de que le rendiría más como soporte publicitario. Aquí sujeta un cartelón del Anís del Mono.
Ambos letreros tuvieron muchas vidas y leyendas que década a década fueron quedando plasmadas en las fotografías, siendo la brocha y la pintura relegadas en los años 50 por los reclamos de neón. Si bien la tecnología era avanzada, el tejado seguía siendo el mismo. En la época de esta toma el Sr. Mur había rizado el rizo erigiendo sobre él una estructura metálica a fin de publicitar, nada más y nada menos, que a las bodegas de Domecq.
Sin cambiarnos de acera quizá estemos ante el apellido más duradero de la plaza; el de Agüeras, estirpe de joyeros que en los tiempos de la imagen ejercían en el entresuelo de su edificio del Coso. En 1918, apenas cierre la librería de Cecilio Gasca, que está allí aunque no la veamos porque nos la tapa el tranvía, ocuparán ellos esos locales, donde permanecerán hasta la desaparición del edificio, que no del negocio, en los años ochenta. A su lado, en el nº 33, despacha una elegante guantería.
Tampoco vemos completo el generoso toldo del Gran Café Royalty, pero para identificarlo, aparte del fino olor a café, nos basta con la apócope. Yendo al detalle, dicho toldo conserva la primitiva tipografía, que fue modificada en 1918.
Decir que para entonces ya había agua corriente en Zaragoza es una afirmación como poco arriesgada, pues estaba lejos aún el que llegase ya a todas las viviendas, y que además lo hiciese en buenas condiciones. Sin embargo, con plena visión de futuro, en septiembre de 1902 se había procedido al desmontaje de la fuente de Neptuno, de la que se seguían surtiendo muchos zaragozanos. La etapa era otra y el dieciochismo un señor obeso con ideas trasnochadas al que asustaba la electricidad.
Aunque es obvio que de Neptuno aquí no queda rastro, el monumento a los Mártires no parece cómodo del todo en su privilegiada ubicación. Se trata al fin y al cabo de un monumento joven que lleva poco tiempo aposentado sin hacerse a la idea de que ese será su lugar definitivo. De momento lo rodea un murete sin ningún adorno y tras la verja dibujada con primor por Magdalena todavía no ha sido trasplantado un arbusto ni una flor. Desangelada, la plaza es una superficie sin árboles ni sombras.
Bien iluminada, eso sí, ya que justo entonces estrena farolas.
No seamos pues injustos, el trabajo de urbanización estaba todavía a medio hacer. Seguro que la situación nos suena.
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