Anteayer fotográfico zaragozano
La torre se estaba cayendo, decían. Más de trescientos años después de construirse y seguía cayéndose. En realidad, todos sabían que no era cierto, la torre nació así, inclinada, desafiante a las normas, orgullosa de servir para lo que había sido construida. Diferente a las demás torres de la ciudad, porque no era la torre de una iglesia, ni un alminar reconvertido en torre. Era la torre del reloj. Zaragoza necesitaba uno que informara a sus ciudadanos de la hora para organizar sus vidas y por eso nació, construida en la plaza de San Felipe para cumplir su misión. Pero no solo daba las horas, podía hacer eso y mucho más.
En los años de luchas contra los invasores franceses, su campana tocaba para avisar a los defensores de la ciudad y que estos se prepararan para luchar. Cuando había un incendio, su campana servía para informar al cuerpo de bomberos de la parroquia a la que tenían que acudir, una campanada para la de La Seo, dos para la del Pilar… y así hasta las quince campanadas para la parroquia de Altabás.
A pesar de su importancia, nunca tuvo un nombre como tal, a veces los zaragozanos preferimos ser más bien descriptivos que originales, y al ser la última torre que se había construido, la llamaron la Torre Nueva, y con ese nombre siguió hasta que la piqueta la mató, no sin antes hacerla más pequeña, quitándole su triple chapitel en 1878 y dejándola con uno reducido a su mínima expresión. Molestaba, decían, no dejaba pasar a los carros a su lado y tapaba los edificios que habían ido creciendo en la plaza. Y eso pudo más que su historia, la piqueta no tuvo compasión y en 1892 desapareció. El Ayuntamiento firmó su acta de defunción a pesar de las protestas ciudadanas. Su supuesta inestabilidad y peligro de derrumbe no fue óbice para que, previo pago, los zaragozanos pudieran subir por última vez y disfrutar de una vista privilegiada de la ciudad.
Esa es la torre que asoma a la izquierda del Pilar en esta imagen, ya sin su triple chapitel, casi sin atreverse a emerger en la fotografía, sin saber si iba a poder aparecer en muchas más. El Ebro, quizá de manera premonitoria, ya no la reflejaba en el espejo de sus aguas…
Torres que mueren, otras que entonces no sabían si iban a nacer o incluso terminarse. La catedral del Pilar era entonces una construcción en la que las cúpulas aún destacaban sobre el resto. La central, finalizada apenas veinte años antes, en 1869, era la que sobresalía. Pero ya entonces estaba empezando a provocar daños que a punto estuvieron de acabar con el edificio. Su peso, excesivo para las cimentaciones originales y columnas del templo, hizo que empezara un calvario que duró hasta bien entrado el siglo XX. En efecto, en 1882, apenas 13 años después de completarse la cúpula, ya amenazaba una incipiente ruina, que analizaron Fernando de Yarza, Félix Navarro y Ricardo Magdalena.
El jueves 10 de octubre de 1872, cuando se consagró finalmente el templo, mientras los arzobispos, obispos y fieles celebraban los fastos propios de tal acontecimiento, y el Rosario de Cristal recorría sus naves, las columnas empezaban a quejarse y a pedir ayuda para soportar esa pesada carga. El templo que aparece en la imagen tenía los pies de barro.
La única torre en pie, aún sin acabar, asoma tras ella con un tejadillo a dos aguas esperando recibir en 1892 el chapitel que construyó la factoría Averly, otra institución que hicieron desaparecer al pasar de centenaria. La llamaron de Santiago, al fin y al cabo fue quien estuvo predicando aquí en el año 40, o eso dice la tradición, y sin él no habría habido ni iglesia ni catedral.
La de Nuestra Señora del Pilar fue la segunda torre que se construyó, llamada también en su día la Torre Nueva del Pilar, seguimos con la originalidad en los nombres, y que con el tiempo albergó la campana anunciadora de horas, invasiones e incendios que estuvo en la auténtica. Menos reverente es otro nombre con el que se la conocía, la de los granujas, pero esa es otra historia.
Más tardaron las dos últimas, acabadas en la década de los 60 del siglo XX, con la catedral ya convertida también en Basílica desde 1948, gracias a la donación del matrimonio formado por Francisco de Paula de Urzáiz y Leonor Salas, ella hija del alcalde que firmó el derribo de la Torre Nueva. Una familia con historia en los asuntos de las torres zaragozanas.
Al paseo del Ebro, hoy Echegaray y Caballero, y casi podríamos decir que al mismo río, asoma la fachada trasera del palacio de los marqueses de Ayerbe, mostrándose en toda su plenitud al fotógrafo, y cuyo alzado principal recaía en la estrecha calle del Pilar. Este frontal trasero, con sus balcones y miradores, incluía también el blasón de los marqueses sobre la puerta principal de salida a los amplios jardines, que tenían la nada despreciable superficie de 895 m2. En 1870 en el palacio se llevó a cabo una amplia remodelación reaprovechando materiales del derribo acaecido 10 años antes del palacio de Torrellas, propiedad también del marqués de Ayerbe y se construyó el templete cenador anexo a la Casa de Infantes con parte de esos materiales. Del edificio que se construyó en el solar del derribado palacio, el que hoy alberga el pasaje del Comercio y la Industria, asoma una de las dos pequeñas cúpulas que adornaban su fachada recayente en la plaza del Pilar, desaparecidas para siempre en el incendio de 1926.
Pegada al palacio, y propiedad también del Sr. Marqués, se encontraba la Posada de los Reyes, de la que hay constancia ya en el siglo XVIII, compuesta de cinco plantas sobre rasante y desvanes, establecimiento que era el primero de sus características que podrían ver los viajeros que llegaban a Zaragoza por el puente de Piedra.
La mencionada Casa de Infantes aparece unida a la torre baja de la ribera, que hoy conocemos como la de Santa Leonor, por un pasadizo sobre el portón de salida del callejón del Retiro Bajo del Pilar, propiedad del Cabildo, hoy convertido en la calle del Milagro de Calanda.
Y por partida doble, gracias al reflejo en el agua, la fachada trasera de la catedral del Pilar, que 130 años después luce sin apenas cambios, solamente alguna ventana se ha tapiado, y que nos permite imaginar cómo era también la delantera recayente en la plaza, antes de su profunda reforma de mediados del siglo XX. Cercano a la puerta baja de la ribera, el albollón por el que se vertían al río aguas de desecho y que se abre en el terraplén que salvaba el desnivel entre el paseo y el río.
De soslayo y de manera casi fantasmal, a la derecha de la imagen, aparece la cúpula de San Juan de los Panetes, templo maltratado hasta la extenuación, y que a pesar de incendios, asaltos e incluso atentados terroristas de por medio, sobrevive tras una última reforma, con su torre inclinada incluida.
Suscríbete a nuestra newsletter y mantente informado de las actividades y eventos de Fundación Ibercaja.