Anteayer fotográfico zaragozano
El desaparecido edificio de la calle Alfonso I nº 1, y en sus bajos el café Moderno. En el centro de la imagen, la llamada Casa Molins, edificio propiedad de Antonio García Gil en el nº 2, esquina con la calle Coso nº 23. A continuación, los edificios numerados antiguamente como 12 y 13. Tampoco han sobrevivido.
La afamada calle de Alfonso I no siempre fue como ha llegado hasta nuestros días.
Heredera de la desaparecida “Subidica del Trenque”, llamada así por el desnivel existente de unos tres metros, desde el Coso hasta la plaza del Carbón, hoy de Sas; pronto vería un cambio radical en su estética y utilidad con la llegada de don Antonio Candalija y Uribe, quien pasaría a ser alcalde corregidor de la ciudad en 1851. Hasta 1861 no se aprobaría el proyecto de remodelación de la calle por las penurias económicas de las arcas municipales, mientras tanto, se sucedían las idas y venidas políticas y sociales que para eso eran tiempos convulsos. De esa época son también las reformas de la calle don Jaime I, porque ya que nos ponemos, mejor hacerlo todo de sopetón y no andar incordiando que luego todo son prisas.
Podemos imaginar el enfado de los zaragozanos de la época ante dos vías importantes de Zaragoza hasta arriba de obreros y polvo. Un desastre aunque fuera para bien.
Sería en julio de 1866 cuando el citado alcalde retomaría su función en la ciudad, y con él se llevarían a cabo por fin las obras que tanto necesitaba este enclave principal. La idea era alargar la calle hasta la plaza del Pilar y alinear el vial hasta su llegada a la catedral, y es que esa especie de postigo que iba del Coso a la plaza del Carbón y del Peso Real, hoy plaza de Sas; cruzaba un laberinto de callejuelas, entre ellas la de Montera, hoy Candalija; Torre Nueva, unida a Botigas Ondas, actual de Méndez Núñez; Contamina, Agujeros, ahora Santa Isabel; paso de Urriés, paso de los Navarros que atravesaba la de Sombrerería, actual calle Prudencio; para desembocar al fin en la plaza del Pilar.
Toda una odisea… ya podían tener fe los fieles de la época porque fácil lo que se dice fácil, no lo tenían para llegar a la Virgen.
Encargó el proyecto al arquitecto municipal Segundo Díaz Gil, ayudado por Marino Blasco, Antonio Gregorio, José de Yarza y Mariano López; y tras una expropiación valorada en 4.890.580 reales, -de cuya cantidad percibieron los técnicos el uno por ciento- la calle de Alfonso I pasaría a tener 422 metros de longitud. Como podemos imaginar, las sesiones plenarias del consistorio debieron ser de órdago ante las quejas de los propietarios por la pérdida de inmuebles y negocios, aunque estaba sin duda y por delante, el interés de la ciudad. Algunos tuvieron que ser desalojados por los bomberos ante la resistencia numantina que objetaron. De nada les sirvió porque el 4 de noviembre de 1866 comenzaron las obras contra viento y marea. El pobre Candalija que montaba un circo y le crecían los enanos, se vio en la tesitura de tener que huir de la ciudad apenas dos años más tarde, cuando se proclamó la I República Española, puesto que él era un isabelino convencido. Como aquí las cosas se olvidan de manera supersónica, en 1876 y tras su regreso, se le otorgaría el nombramiento de hijo adoptivo de la ciudad, reconociendo de este modo, sus desvelos y aciertos, que lo fueron, al menos en lo referente a la apertura y prolongación de la calle Alfonso I. Cuestión aparte sería la demolición de todo lo que le acompañó.
Ya entrado 1914, el ayuntamiento homenajearía de manera póstuma al señor Candalija otorgándole una calle (la que fuera de Montera) en las inmediaciones de lo que fue su caballo de batalla. Bien está lo que bien acaba.
Si bien en otras ocasiones hemos visto planos y fotografías de la calle Alfonso I con “restos” de lo que fue la desaparecida y mencionada calle del Trenque, aquí podemos observar una ya asentada vía favorecida, magníficamente representada con una extraordinaria imagen perteneciente al Archivo Mollat-Moya, adquirida en fechas recientes, y que hemos considerado, aprovechando la técnica estereoscópica, “fundirlas” en una para que se pueda apreciar su extensión al completo. El efecto 3D todavía no hemos sido capaces de conseguirlo, para eso lo mejor es tener un visor estereoscópico a mano, pero al menos mostramos la totalidad de la imagen que captó el fotógrafo.
Los vestigios mencionados de la desaparecida calle del Trenque todavía se hubieran podido visionar si el fotógrafo se hubiera metido de lleno en la calle Alfonso I, o bien si hubiera girado la cámara a la izquierda, adelantándose unos metros, puesto que todavía se encontraban las primeras numeraciones, la 3 y 5, sin alinear como el resto de la calle. Sin embargo, optó por dar total protagonismo al edificio situado en el número 2 y a su esquina con el Coso.
Detalle del edificio de la calle Alfonso I nº 2, la llamada Casa Molins, esquinera con el Coso nº 23 reformada por Fernando de Yarza y Fernández Treviño en 1902. A continuación, las fachadas de las casas de los números 12 y 13 antiguos, habitadas en su día por Juan Antonio Mexino y Martín Zapater.
En la fotografía que mostramos estaba recién levantado, hablamos de 1903, fecha de la toma y que corresponde a la llegada a Zaragoza del monarca Alfonso XIII en su visita en el mes de octubre de ese mismo año. El edificio que contemplamos data de 1902, gracias a la reforma efectuada por Fernando de Yarza y Fernández Treviño, incluyendo así un incipiente movimiento modernista en su obra, probablemente influenciado por su hijo, José de Yarza y de Echenique recién llegado de Barcelona tras acabar sus estudios de arquitectura un año antes; y en el que podemos disfrutar de unos delicados detalles vegetales, así como la incorporación de miradores acristalados en la fachada principal y en el chaflán. Tampoco podemos ignorar el abundante y bien resuelto trabajo en forja de Pascual González y en el que podemos observar el añadido de una planta más de la que tuvo en sus inicios. Pero vayamos al principio de este coqueto edificio que milagrosamente ha llegado hasta nuestros días.
La citada finca fue proyectada tras la demolición de los edificios correspondientes a los antiguos números 8 y 9 del Coso en 1869, por el arquitecto Juan Antonio Atienza, y que hoy corresponden a la calle Alfonso I nº 2. Fue adquirida por don Eusebio Molins quien ya había comprado en 1856, la casa correspondiente al Coso números 10 y 11, donde había comenzado con su negocio de confitería en 1849 y donde se encontraba en arriendo desde entonces. La diminuta casa de dos portales se compró a los siguientes propietarios: Mariano Miguel y Pascuala Marco; Serapio Carboned e Inés Miguel; Juan Oñate y Manuela Miguel; más Joaquina Miguel, soltera. Cuando tuvo en propiedad las numeraciones del 8 al 11, levantó un hermoso edificio cuya fachada no ha llegado hasta nuestros días. A cambio, el proyectado en 1902 por Fernando de Yarza, goza de buena salud a día de hoy.
Es importante señalar que Francisco de Goya ocupó durante un breve espacio de tiempo esa casa que daba al Coso en las antiguas numeraciones del 10 y 11, y que posteriormente, en 1863 pasaría a ser numerada como 23. Allí vivió el genio de Fuendetodos de 1780 a 1781, gracias a su amigo Martín Zapater; vecino suyo en el número 13 antiguo. Pero lo que debe llamarnos poderosamente la atención es el edificio que el señor Molins, propietario de la que fuera “La Gemela del Buen Gusto”, fábrica dedicada a lamines y chocolates, adquirió en el actual número 2 de la renombrada calle de Alfonso I y Coso 23. En sus bajos redecoró y amplió la “Confitería y Pastelería del Buen Gusto”. Su esposa era una Lac por lo que la relación con la afamada Casa Lac del Tubo siguió hasta el punto de que Constantino Lac llegó a regentar este apetitoso local en 1871. Los Lac también estaban emparentados con los Cavia, por lo que lo mejorcito de la ciudad ha pasado por uno u otro establecimiento.
Para terminar de enredar la cosa, Los hermanos García Gil eran los propietarios de los Grandes Almacenes García Gil en el 7, 9, 11 y 13, de la calle Alfonso I; allí desarrollarían su actividad comercial desde el último tercio del siglo XIX, y que también estaban emparentados con los Molins. Como ven, todo queda en casa.
De ese modo, llegamos a 1902, fecha en la que Antonio García Gil se hace con el inmueble de Alfonso I y Coso 23; y es en ese momento cuando la profusa reforma llevada a cabo por el que fuera concejal del ayuntamiento, vocal de la junta del Canal Imperial de Aragón, vocal de la Caja de Ahorros de Zaragoza y Monte de Piedad, así como impulsor de la Escuela de Artes y Oficios; se lleva a cabo, tal y como aparece en la fotografía.
Detalle de la fachada del edificio sito en Alfonso I nº 1 y que en su día perteneció a Manuel Dronda. En sus bajos, el también desaparecido café Moderno. Frente a ellos, las magníficas decoraciones florales en las columnas de la casa Molins que no han llegado hasta nosotros.
No podemos detenernos solamente en el lado derecho de la calle, ya que la estampa da para mucho. Si giramos brevemente la mirada hacia la izquierda, enseguida nos percatamos de que otro edificio igualmente espectacular acapara nuestra atención, y es que en primer plano aparece el fastuoso edificio del número 1 de la calle Alfonso I, la que fuera casa-palacio de los marqueses de Tosos, vendida en 1833 pasando a manos de Manuel Dronda.
La casa tenía tres alturas pero con la modificación realizada en 1902 se suprimió el entresuelo, dando mayor altura a los establecimientos que habían de instalarse en sus bajos, (el Café Moderno) quedando a partir de ese momento con una altura de 4 plantas con la reforma final.
En la noche del 30 de septiembre de 1902 se inauguraba el Café Moderno en la esquina del Coso con la calle Alfonso I, en los bajos del edificio mencionado.
Los espejos se encargaron a La Veneciana, propiedad de don Basilio Paraíso y la carpintería a los hermanos González. Fue testigo de los avatares zaragociles hasta que cerró sus puertas en 1955 primero, y derribado vilmente en 1966 después. Ahora tenemos un hotel la mar de majo y moderno como lo fue el café, aunque algo menos vistoso.
Preciosos fueron sus veladores acompañados de un inmenso toldo que dio cobijo a miles de zaragozanos y foranos durante décadas. Un lugar para ver y ser visto en el que todos los acontecimientos de mayor rango de la ciudad pasaron por sus fachadas, como la entrada a Zaragoza del Arzobispo Juan Soldevila el 21 de marzo de 1902 a lomos de una mula blanca, como marcaba la tradición y que pasó por el Coso Zaragozano, encontrándose a buen seguro con las reformas de los edificios que aparecen en la fotografía.
Justo encima se encontraba el estudio del memorable fotógrafo Enrique Beltrán, el que fuera sucesor de Hortet, trasladándose a esta vía a principios del siglo XX. No podemos ver la publicidad inserta sobre el toldo del café Moderno, probablemente porque se encontraba en la parte que daba a la calle Alfonso y no alcanza la visual de la fotografía. Lo que sí se conoce es la sastrería de don Juan Barril y compañía, sita en el número 2 y en el nº 6, y cuyo establecimiento llevaba allí desde al menos 1889, momento en el que fue premiado durante la Exposición Universal de París. Notables camiseros, los Barril poseyeron además, comercios en el paseo de la Independencia en el nº 10, regentado por don José Barril y Antonio Barril en el Coso nº 54, respectivamente.
Al estar bajados los toldos del café Moderno no podemos apreciar el escaparate que compartía los bajos de “La Camisería, Corbatería de Barril Hermanos”, con los de la confitería "El Buen Gusto", lo que si se percibe es la algarabía de una calle que rebosa vida y que lleva a las gentes de un lado para otro; unos cruzarían desde la plaza de la Constitución por el tramo del Coso para dirigirse a la Audiencia, los más se dirigirían hacia el Arco de San Roque a por lotería o calzado, otras acudirían a sus misas al Pilar y las más acaudaladas se dejarían caer por las platerías y buenos comercios de abanicos, guantes y sombreros. Algún soldado se retrataría en el estudio fotográfico y los más desocupados reposarían su paciencia en los veladores del Moderno, a la espera de una buena moza a la que admirar. La burguesía más pujante respiraría la bonanza con un desdén inusitado y las madres acudirían prestas a recoger los encajes para el ajuar de bodas.
Tres elegantes caballeros de principios del siglo XX paseando por el Coso Zaragozano.
Todos pisan el mismo firme bajo la tenue luz de otoño, sin embargo, sus anónimas vidas, tan diferentes entre sí, abarcan ilusiones, problemas y desventajas, pero sobre todo esperanzas, o como escribía Darío Pérez en el Boletín Mercantil de Puerto Rico en 1908: “Con ó sin fiestas, la vida burguesa zaragozana está en la calle de Alfonso. Lo mismo cuando el cierzo baja del Moncayo entonando su áspera sinfonía de muerte, que cuando el sol vuelca su fuego sobre el asfalto hasta reblandecerlo; en todas las estaciones, bajo todas las temperaturas, la vida burguesa se deja acariciar en esa calle, recta y bella, camino del Pilar, en la hora del crepúsculo, ya dejando transpirar la carne dura de sus mujeres por los calados de las blusas, ó embozándolas en las tibias y suaves pieles, mientras las flores reventonas ó las plumas ondulantes de los grandes sombreros, destacan como banderas de combate y de victoria.
En la calle Alfonso se ríe, se charla, se murmura y…. se saca novio. Para todas las zaragozanas tiene la calle de Alfonso un recuerdo. No el de las iluminaciones que ostentó, ni el de los arcos, las damascos, las reformas, ni siquiera el de esa grandiosa perspectiva de la cúpula del Pilar, festoneada estos días de bombillas eléctricas como rubíes prendidos en la negra túnica de la noche... Son recuerdos íntimos.
En ella oyeron el piropo trémulo del estudiante indeciso; el balbuceo de una declaración conmovedora; las increpaciones dramáticas hijas de un desvío; la amenaza tremebunda de celos mal reprimidos; en ella se cruzaron miradas, y se formularon promesas, y se prestaron juramentos que fueron perdurables ó pasaron burlones amenizando la vida. Y esas cosas son las que quedan agarradas al alma como yedra que la escalara y perfumase.
Ya podéis derribar la Torre Nueva, y la Casa de la Infanta, y el esquinazo de la calle de Palomar, y los muros de San Agustín y del Portillo, y todo lo que es arte, triunfo y gloria de la ciudad inmortal; las zaragozanas burguesas dejarán hacer. ¡Pero si se intentase derribar la calle de Alfonso! Todas clamarían indignadas. Porque no solo destruiría una calle: sería para ellas el símbolo de sus intimidades y de sus recuerdos y de sus amores, toda una juventud que desaparecería.
La psicología de los pueblos vive, como las plantas, mejor que entre cristales de estufa, en las transparencias del ambiente callejero. Tras los cristales, la mujer adopta gesto monástico; en el balcón, la actitud es displicente y encogida; en el teatro, postiza; en el baile, violenta; en el templo, reservada; en visita, discreta con exceso; en paseo, teatral; sólo en la calle la mujer es libre de pose, ágil, suelta, coquetona, expansiva y mujer. La zaragozana se revela así en la calle de Alfonso como en ninguna otra.
En Independencia, va de paseo; en el Coso, visitas y tiendas; en San Gil, rezos; en Sagasta, lucir sus trajes de invierno; y a las otras... ¡no va! Pero a calle Alfonso va, y va a muchas cosas: ver los escaparates, la Virgen y, sobre todo, a que la vean... Y saben dejarse ver.
Ahora, como antes, como escrito queda en la “memoria de los pasados días", las chicas no saben vivir sin dar una vuelta por la calle de Alfonso”.
Que así sea por muchos años.
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