Anteayer fotográfico zaragozano
La que fuera primera escultura de arte público en Zaragoza, realizada por Antonio Palao en honor a don Ramón de Pignatelli e inaugurada en 1859, dio nombre al gran espacio ovalado que entonces estaba a las afueras de la ciudad, a continuación de la segunda puerta de Santa Engracia. El impulsor del Canal Imperial de Aragón debió de pensar entonces que algo malo habría hecho cuando le homenajeaban, con motivo del centenario de la llegada de las aguas de su magna obra a Zaragoza, con una estatua que estaba extramuros de la ciudad, dando la espalda a la misma, y en un emplazamiento al que solamente los más osados iban a atreverse a visitar. Porque entonces, alrededor de esa glorieta no había… nada.
Hubo que esperar hasta 1866, con el traslado de la puerta hacia el sur, o más bien con la construcción de la tercera, y última, Nueva puerta de Santa Engracia cuando la Glorieta pasó a estar intramuros de la ciudad y don Ramón dejó de estar “expatriado”.
Fue con el proyecto de la Exposición Aragonesa de 1868 cuando empezaron a surgir edificios en su entorno. El principal fue el Palacio de la Exposición, un pabellón de más de cinco mil metros cuadrados, diseñado por el arquitecto don Mariano Utrilla y construido en apenas cuatro meses. Los demás, mucho más modestos, completaban las edificaciones, efímeras eso sí, pero que empezaban a hacer que la vida rodeara a esa zona alejada.
La Exposición fue testigo, aunque involuntario, de la agitada vida política de esos años, ya que apenas 15 días después de su inauguración, la Revolución llamada la Gloriosa provocó que la reina Isabel II tuviera que preparar los siempre viajeros baúles de su dinastía y emprender camino a tierras francesas. Fue otro rey, y con otro apellido, Amadeo I de Saboya, el que en 1871 tuvo a bien entregar los premios para poner colofón a la Exposición.
Y por fin llegamos a abril de 1874, cuando el arquitecto municipal Segundo Díaz redacta el proyecto de parcelación de los solares ocupados por la Exposición, germen de las construcciones que podemos ver en la fotografía y que, en palabras suyas, constituiría “el barrio más bonito de España”, con permiso, quizás, del paseo de Sagasta en su época de mayor esplendor.
La fotografía, tomada desde la recientemente culminada Facultad de Medicina y Ciencias, y editada después como postal por la fototipia de Lucas Escolá Arimany, permite apreciar el Skyline de la Zaragoza del inicio del siglo XX, ca. 1901, en el que destacan las torres de las iglesias y las chimeneas de algunas industrias que estaban instaladas en el centro de la ciudad.
A la derecha sobresale el imponente edificio del templo de Santa Engracia, heredero de la iglesia del Monasterio homónimo, del que apenas si quedan restos de la portada original y una de las dos torres. Víctima de una voladura por minas francesas el 13 de agosto de 1808, de él, como decimos, apenas quedó nada, y lo que aguantó fue demolido en 1836 por decisión municipal, quedando solamente en pie la portada, muy dañada y que fue restaurada por el escultor Carlos Palao, quien reparó o incluso repuso completamente algunas de las esculturas faltantes. No fue hasta 1899 cuando se concluyó la construcción del templo actual, del que podemos ver su enorme magnitud, hoy empequeñecida por las construcciones modernas.
La santa portuguesa cuyos restos albergaba el Monasterio, y que hoy se custodian en la cripta de la actual basílica, dio también nombre a la pequeña callejuela que en la época de los Sitios nacía de la primera puerta de Santa Engracia y acababa en la del Hospital, vía esta que desembocaba en la cruz del Coso.
En el centro, la torre de La Seo, diseñada por Contini, el cimborrio de la Catedral y a su izquierda la torre de la iglesia de San Gil.
Las chimeneas corresponden a dos de las grandes industrias productoras de energía eléctrica, Electra Peral y la Compañía Aragonesa de Electricidad, situadas en la calle San Miguel, y que se fusionaron en 1904, junto con una tercera, la de Fuerzas Motrices del Gállego, para poder atender la creciente demanda y evitar duplicidades de sus tendidos.
Justo bajo una de ellas destaca el teatro Pignatelli, un escenario de verano diseñado por el arquitecto Félix Navarro, y construido en otro de los solares procedentes de la Exposición Aragonesa. Destinado a durar apenas 10 años, se inauguró la noche del 14 de agosto de 1878 con un cartel compuesto por el entremés “Las cuatro esquinas” de Pina Domínguez y “Un drama nuevo” de Tamayo y Baus. En esa velada, la primera ovación no se la llevaron los intérpretes de las obras teatrales, sino el propio arquitecto, quien fue llamado al escenario para recibir los aplausos de los asistentes como recompensa a su espléndido trabajo.
Por sus tablas pasaron figuras de la lírica como el tenor italiano Enrico Tamberlik en 1879, dramaturgos como José Zorrilla en 1883, músicos como el violinista Pablo Sarasate en 1887 o actrices como María Guerrero en 1913. Una intensa vida artística para un edificio concebido como algo casi efímero y que estuvo en pie hasta 1915.
También fue escenario de debates políticos, como en el que intervino Joaquín Costa el 12 de febrero de 1906 con motivo de la asamblea municipalista. Podemos imaginar la vehemencia de sus palabras al leer lo que dijo un militar asistente al acto: “Era tan violento el gesto de Costa y tan grande la sugestión que ejercía en el auditorio, que al levantar el puño lo creíamos armado de una espada invisible y cuando lo descargaba doblábamos inconscientemente la cabeza para eludir el golpe”.
Justo cinco años después, el 12 de febrero de 1911, seguramente los ventanales del teatro miraron de reojo el paso del cortejo fúnebre del león de Graus, llevado en volandas hasta unos metros más adelante, desde donde fue trasladado en carroza hasta Torrero, para ser enterrado extramuros del cementerio católico, cumpliendo así su voluntad. Apenas le sobreviviría activo tres años, ya que en 1914 echaría el telón definitivamente, perdiéndose uno de los espacios más representativos de la escena de Zaragoza.
Cortejo que recorrió el paseo de la Independencia, del que vemos el denso arbolado que flanqueaba su andén central, aunque más que paseo podríamos llamarlo boulevard. Diseñado a imagen de la parisina Rue de Rivoli, con arcos a ambos lados, en el momento que nos muestra la fotografía solamente los poseía en una de sus aceras, mientras que la que vemos en la imagen aún carecía de ellos, que no nacieron hasta que la piqueta acabó gradualmente con los edificios que aparecen, incluido el convento de Jerusalén, apenas visible al fondo.
Un paseo ocupado por zaragozanos que ya podían disfrutar del mismo y que no conducía, como unas décadas antes, a ninguna parte, sino que permitía llegar a los frondosos jardines que rodeaban a la estatua de Pignatelli, ahora integrado en lo que podríamos llamar la nueva Zaragoza. Pocos años después, a partir de 1903, fue escenario de concurridas juras de bandera, con misa incluida, primero en la plaza de la Constitución, luego en el quiosco de la música que se trasladó en 1912 desde el antiguo recinto de la Exposición Hispano Francesa de 1908, y más tarde en las cercanías del edificio de Capitanía. Podemos imaginar el paseo bullendo de gente, con sus mejores galas unos, con sus únicas ropas otros, hayas paseando con los bebés a los que criaban, niños revoloteando entre los paseantes, ofreciendo un abigarrado aspecto, cuando la ropa mostraba bien a las claras la posición social del que las portaba.
La nueva Zaragoza de la que hablamos no es otra que la que constituían los chaletitos construidos en torno a la Glorieta de Pignatelli, fruto de la urbanización de los solares de la mencionada Exposición Aragonesa, que contemplaba residencias unifamiliares rodeadas por un jardín. Este tipo de construcción favoreció que la burguesía zaragozana se trasladara desde las calles más céntricas de la ciudad hasta esta nueva zona de crecimiento de Zaragoza por el sur.
La fotografía solamente nos muestra los construidos en las manzanas D y F del proyecto, con cuatro edificios por manzana y separadas por la calle Puigcerdá, aún hoy de Agustina Simón. El número 1, el más alejado y que destaca por su blancura, fue propiedad de Tomás Castellano y Villaroya desde 1890, y tuvo una azarosa vida, siendo el Hotel Regina durante la Exposición de 1908 y Gobierno Civil desde 1911 hasta 1958, para poco después de ser despojado de su función, ser vendido y derribado, teniendo el dudoso honor de ser el primero que desapareció a manos de la piqueta.
A continuación, tres hotelitos gemelos diseñados por Félix Navarro, en cuyas fachadas posteriores volvió a darle protagonismo al vidrio, recordando su cercana obra del teatro Pignatelli, y en primer plano el edificio que cierra la manzana por la parte sur, el número 8, diseñado por Mariano López Altaoja y propiedad de don Antonio Escudero, en el que destacan los miradores acristalados en los chaflanes.
Pero como toda cara tiene su cruz, la belleza de las fachadas principales y el encanto de la Glorieta, contrastaba con la parte trasera de estas dos manzanas de edificios, recayentes a un río Huerva que aún tardaría casi tres décadas en cubrirse, con sus aguas no demasiado limpias, por decirlo de alguna manera, y en el que las ratas merodeaban a su antojo, llegando a ser unas incómodas visitantes de tan elegantes edificios y sus acomodados habitantes. Los fotógrafos, quizá por discreción, no fueron proclives a enseñarnos ese lado oscuro de la nueva Zaragoza.
A la izquierda vemos solo una pequeña parte del edificio que albergaba la Capitanía General, acabado en 1893, apenas 8 años antes de la toma de la fotografía, y que era el único edifico no residencial de la Glorieta.
Y en primer plano, cerrando la ciudad, la tercera puerta de Santa Engracia, inaugurada en 1866 y que, a diferencia de otras, no tuvo una función defensiva, sino más bien ornamental y de recaudación de tributos por la mercancía que entraba y salía por ella, sin salvarse de la picaresca de quien intentaba esconder parte de ella entre sus ropajes para ahorrarse unos dineros. Recaudación que se controlaba en las dos casetas de arbitrios que flanqueaban en su parte exterior la entrada principal de peatones, ornada con dos arcos, en cuyas pilastras figuraban los cuarteles del escudo de Aragón.
Los laterales estaban reservados al paso de caballerías, vehículos y el tranvía, en el momento de la fotografía aún de tracción de sangre.
La modernización de esos tranvías, que empezaron su electrificación en 1902, y la necesidad de expansión de la ciudad, motivaron que la puerta pasara de tener una finalidad principalmente decorativa a ser un molesto corsé, hasta que en 1904 fue derribada en aras de una modernidad que acabó con el paseo más recoleto y elegante de la ciudad.
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