Anteayer fotográfico zaragozano
Hay quien asegura que en el 859 una flota vikinga entró por Tortosa, remontó el Ebro hasta Tudela y de allí se encaminó a Pamplona para saquearla. Si los nórdicos desistieron de hacer lo mismo a su paso por Zaragoza, añade dicha historia, fue por la imponencia de sus murallas y la consiguiente dificultad de acceder a la ciudad desde el río. No cuentan por qué pasaron de largo Logroño. A quien no le importe el rigor histórico no le costará visualizar a los drekar bogando contracorriente frente a Utebo.
Lo cierto es que desde su fundación la amurallada Caesaraugusta aprovechó los altos taludes del río para protegerse, creciendo con el paso de los siglos en sus otras tres direcciones; mucho hacia el Oeste, algo hacia el Este y poco hacia el Sur, mientras al Norte surgía únicamente un pequeño arrabal beneficiado por las acequias tomadas del Gállego que se unía a la ciudad mediante un puente mixto de madera y sillares, tal vez hijo o nieto del que había servido en época romana de soporte de una conducción de agua.
Cabe que fuese la falta de costumbre del padre Ebro en verse traspasado lo que le llevase a maltratar periódicamente a aquel puente primigenio, convirtiendo en imprescindible la tarea que el maestro Gil de Menestral (o “el menestral”) emprendió en 1401, la construcción de uno nuevo hecho de “piedras” al cual el río respetase.
Su conclusión llevó cuatro décadas. Consistente en «siete arcos casi iguales, de los cuales el mayor, que ocupa el centro, tiene 48 varas de diámetro y 122 pies de longitud» (1), a éste el Ebro sí lo respetó. No por siempre. Era pedirle mucho. Al cabo de un par de siglos arrambló con dos de sus arcadas. El pintor Juan Bautista del Mazo, bastante inoportuno, lo retrató en 1647 cuando se hallaba arruinado. Tal hundimiento tardó en ser reparado debido a que la riada había acontecido en un paupérrimo momento de las arcas municipales, sin que a ciencia cierta sepamos cuándo se ha dado uno próspero. Y como cuanto más envejece algo —o alguien— más posible es que nuevas desgracias le acontezcan, sabido es que en su retirada de 1813 el ejército francés voló el último de sus tramos por el lado del Rabal, a la vez que el pretil de San Lázaro. Si el primero por pura necesidad se reparó con presteza, el segundo tardó un siglo en reconstruirse.
El resultado de aquellos esfuerzos por y para el puente lo vemos en la fotografía tomada desde la torre de la Seo en la segunda mitad de la década de los cincuenta. Muestra a la caótica peri-urbe que cuajada de vías y humos ha crecido obediente a la industrialización, arrancada no sin esfuerzo en los inicios del siglo.
El trolebús del Gállego se dirige hacia el Coso. Atrás, los caserones de Sixto Celorrio y el edificio de la farmacia. A la derecha, el convento de Altabás.
Al puente de Piedra por entonces sólo le auxiliaba en su labor el del Pilar, fuera de plano, el cual, a pesar de ser resultado de una ingeniería infinitamente audaz y unos quinientos años más joven, no se veía sometido a tanto trasiego. De tipo carretero no había otro aguas arriba hasta Gallur (1902), ni aguas abajo hasta Gelsa (1930).
Ocupa la mitad del encuadre haciendo una majestuosa diagonal, amplio y sin agobios. Aunque cuarenta años antes se había ensanchado para el tráfico, dicho tráfico no acababa de llegar. Lo hará en breve y con intensidad. La apertura del de Santiago en 1967 apenas le alivió el estrés y durante un puñado de años continuó cumpliendo su función dotado de tres carriles, con el lógico desgaste de su anciana infraestructura. Hubieron de llegar el invierno de 1971 y aquel terrible volantazo que rompió la barandilla y mandó el autobús al Ebro, para que los oportunos responsables se percatasen de que se le estaba exigiendo demasiado a un puente medieval. El accidente, aparte de dar lugar a una morbosa leyenda urbana, obligó cerrar al tránsito el carril y la acera afectados, lo cual, dado el incremento de población en la margen izquierda trajo consigo notables incomodidades. Podría pensarse que ello aceleró la ejecución de nuevos proyectos. Muy al contrario, los zaragozanos tuvimos que esperar a 1988 para poder cruzar el Ebro por el puente de la Unión, y a 1991 para ver al de Piedra librado —y no del todo— del acoso de la circulación rodada.
De momento volvamos a la postal. A mitad de plataforma el trolebús del Gállego, servicio modernísimo iniciado en 1954, se dirige de vuelta al centro. El río baja lo suficientemente ancho como para salpicar al paramento de San Lázaro. A su lado, el antiguo convento sirve ahora como “zona de reclutamiento”, y a él próximo se mantiene en pie el que fuera convento de las franciscanas de Altabás, heroico “sitio de los Sitios” en cuya iglesia los defensores arrabaleros levantaron una y otra vez con sus brazos la enorme puerta que los napoleónicos una y otra vez tumbaron. Y esto no es como lo de los vikingos sino que está muy bien documentado.
CAITASA a la izquierda, junto a la manzana de las viviendas ultra-baratas (calle Anzánigo). Abajo, los cuatro edificios nuevos de Pano y Ruata. A la derecha, las naves de 1936.
El soto de Macanaz, el que impedía al mozo de la jota pasar a ver a su novia, —suena a excusa— es lo primero y lo último que ven los convoyes de la Estación del Norte. La extraña caseta ferroviaria de dos pisos es una solución cuasi neoyorkina. Este espacio anejo a la vía morirá entre pitos y palmas a finales de los años sesenta cuando un desproporcionado edificio de diez plantas se eleve en la proa existente entre las calles de Sobrarbe y Sixto Celorrio.
Faltan años para eso, de momento ésta última arranca escorada y mostrando una hilera de fachadas que delatan su origen; caserones adosados de medianos labradores, con la tradicional falsa de arquillos. Si preguntásemos a los ancianos de entre esos peatones que transitan por sus alrededores, a esta calle seguirían denominándola camino de Juslibol, que es al fin y al cabo hacia donde se dirige.
Todavía hoy en su primer tramo este vial continúa haciendo una acentuada cuesta. En tiempos, al puente se accedía por una puyada que a las caballerías costaba muchos fustazos remontar, además de sinceros juramentos a los mozos. Cuenta Manuel Solá, descendiente de los propietarios de la farmacia Rojas, sita en la esquina, que sus abuelos poseían un loro que por tener su jaula próxima a la ventana había aprendido a pronunciar las peores blasfemias y exabruptos.
Hay que recordar que en la otra orilla, bajo el asfalto del paseo Echegaray y Caballero yace una arcada completa. La rasante del paseo, reforma tras reforma, llegó a nivelarse con la del puente. Sin embargo del lado del Arrabal se mantiene el desnivel.
Se trata éste de un Arrabal muy diferente al conocido por Nadal, el jotero “royo”. Sería complicado saber si fue de buena o mala gana que el antiguo barrio desistió de vivir de sus huertas para dedicarse a otras industrias. Entre el caserío asoman los tejados de varias naves y talleres, entre ellos los de las cuatro naves industriales ubicadas en la actual Almadieros del Roncal, levantadas en el año 1936, de las que dos se mantienen intactas.
Esos y otros talleres comparten el espacio con los descomunales complejos próximos a la entonces carretera de Huesca. Tras las viejas instalaciones de la Unión Alcoholera Española asoma, novísima, la SAICA. De lo que será CAMPSA no vemos otra cosa que el depósito elevado de agua, precisamente lo último en caer tras la demolición, junto con el cedro que adornaba sus jardines. Próxima a nosotros, la chimenea de la vetusta Alcoholera del Arrabal. La renegrida de CAITASA es la que vemos a la izquierda, sobrepasado el futuro parque del Tío Jorge, aquí aún asalvajado.
No todo son industrias. Pegada a esta última factoría aparece la primera manzana edificada de las “viviendas ultra-baratas” del Picarral, llamada también “barriada obrera periférica” —¡Y tan periférica!—. Construida por iniciativa municipal en 1947, se halla en su primera fase. Al mismo tiempo algunos avezados promotores construían bloques de pisos pensados para una muy incipiente clase media, como las cuatro casas seriadas de los números impares de la calle Pano y Ruata, urbanizada por entonces.
No era la primera vez que Arribas editaba una fotografía hecha desde aquí. En otras ocasiones alguno de sus fotógrafos ya había ascendido a este campanario con el afán de retratar a la ciudad en diferentes estados de desarrollo. En este caso, como se acaba de narrar, son varias las novedades. Pero queda una por decir:
Situada justo en el horizonte, intimida a quien la reconozca la silueta del recién inaugurado “Dispensario Central Antituberculoso”, resumido popularmente como “el Cascajo”. El paraje no tenía culpa alguna. La tenían la deficiente calidad de vida y la mala nutrición. Circunstancias que vincularon al topónimo con la innombrable enfermedad.
A veces los paisajes tienen una pésima suerte con sus nombres.
La Alcoholera del Arrabal. Tras ella los terrenos de CAMPSA, la Unión Alcoholera Española y la primera SAICA. Al fondo, “el Cascajo”.
Suscríbete a nuestra newsletter y mantente informado de las actividades y eventos de Fundación Ibercaja.